La atiborrada panga lucha contra la corriente del cobrizo río que, como si supiera que desde hace cinco siglos nada bueno le ha llegado desde el Caribe, se obstina en negarnos el acceso a los forasteros. Fracasa. Los dos motores diesel que nos transportan anegando el selvático trayecto con sus intoxicantes aceites, tufos y estruendos, demuestran ser más recios que la voluntad del mismísimo Atrato.
“Recuerdo que de niña nadie sabía que en estas tierras había riqueza —dice María, la orgullosa negra de amena charla y manifiesta valentía que me acompaña en esta, mi primera vez en las selvas del Darién, y que probablemente con su respetado rol de líder comunitaria es lo único que evita que yo sea percibido como un sospechoso y peligroso extraño—. Esa fue una época muy linda y tranquila —continúa sin quitarle la mirada el arco forestal que anuncia la entrada al afluente que nos llevaría hasta su natal Riosucio— una época en la que nadie cerraba las puertas y se podía estar hasta tarde en el río, sin miedo a los tiros, a los cadáveres flotantes, a los demonios ni a nada”.
En esta Colombia profunda —descarado eufemismo con el que los insufribles centralistas gustan llamar a este tipo de regiones abandonadas por el Estado, por los dioses y por nosotros todos— fue en donde las violencias, así, en plural, se encarnizaron con mayor demencia contra la población. Es también allí en donde el Gobierno, optimista, espera poner en práctica un ambicioso laboratorio de reconciliación y desarrollo para el posconflicto, bienintencionado experimento que por ahora solo parece materializarse en un sinfín de elegantes e inocuas siglas que nos recuerdan que la de papel es la única institucionalidad que llega por estos lados: que la ERR, que las MEP, que los DDR, que los PDET, que las ZVTN, que el PNIS, que las ZRC, que el PISDA… El significado de estos aforismos solo parece importarles a los burócratas o a los intelectuales que, descarados los unos e ilusos los otros, aspiramos a que nuestra esporádica y mediocre presencia logre cambiar las cosas. A las víctimas del conflicto, que en Riosucio lo son todos así la ley diga lo contrario —dura lex, stolida lex—; a estos, que son los que al fin del día debería importarnos, estas letras les tiene sin cuidado.
“No es por desidia —se apresura a aclarar María saltando hábilmente de la lancha y caminando por el escuchimizado puerto hecho con los tablones sobrantes del comercio ilegal maderero— es solo que es muy berraco pensar en el posconflicto estando tan ocupados como lo estamos intentando sobrevivir”. Sobrevivir. La palabra es recurrente en las conversaciones de los riosuceños: la escucho en la Alcaldía, en los billares y en los lavaderos comunitarios que, aunque diezmados por el miedo, todavía persisten en las riberas levantándose como los principales mentideros, protectores de la tradición oral y redes sociales. Sobrevivir. Pronto me doy cuenta —me hacen caer en cuenta— que al usarla no hablan de salarios mínimos, de canasta familiar ni de aquellas tragedias tan comunes en las grandes urbes donde el Estado jode a los pobres pero se digna a llegar; sobrevivir acá parece tener connotaciones mucho más instintivas y humanas: es no dejarse matar.
Y los están matando. Lo confiesa un líder Embera de rasgos cansados, con la calma necia de quien ya ha pasado varias veces por esto. Él, primero en Waunana y después traduciendo condescendientemente al español para mi, interrumpe el noticiero que mal acompaña nuestro sabroso almuerzo para formalizar lo que ya se temía: la comunidad, su comunidad, tomó la decisión de desplazarse masivamente y así huir del cruce de plomo. La ironía poética de la escena llamó mi atención: un pueblo indígena anunciando, desde un restaurante de mujeres afro obligadas a desplazarse años atrás, que los están forzando al desplazamiento, mientras en el viejo televisor de pantalla convexa y culo grande la rubia —rubísima— periodista de voz permanentemente indignada se muestra preocupada —preocupadisima— por la difícil situación humanitaria en Venezuela. Quizás solo Débora Arango fuera capaz de expresar en óleo tamaña paradoja.
“Después de la firma del Acuerdo tuvimos dos semanas de paz —dice María sin ocultar la nostalgia por la esperanza recién perdida, mientras caminamos por una de las múltiples pasarelas de madera blanqueada que interconectan las palafíticas casas del municipio—, quince días maravillosos en los que todo parecía volver a ser como antes, en los que dejamos ir la frustración de haber votado Sí a la paz pero vernos derrotados por el No de quienes no han sufrido la guerra; quince días en los que finalmente volvimos a reunirnos sin obligarnos a cuidar nuestras palabras, en los que volvimos a ser nosotros”.
Lo que pasó después fue la anunciada y repitente tragedia de nuestra Colombia, una Nación a pesar de sí misma como bien la bautizara el bueno de Bushnell: se fue la guerrilla - el Estado no llegó - vacío de poder - llegan otros armados - se recrudece la guerra - la mierda cae sobre los cagados - son indios y negros - a nadie le importa - terrible lo de Venezuela.
Nadie suena arrepentido de haber apoyado el proceso de paz. Por el contrario, mientras oyen como los familiares estruendos de la guerra se acercan más y más al casco urbano, se ratifican en la certeza de que la salida es dialogada o no lo es. Al fin y al cabo los que han tenido la suerte de vivir lo suficiente han visto a todos los bandos ganar la guerra en un momento u otro, y esto nunca les ha traído tranquilidad. Por el contrario, se han cansado de contar muertos con distintos brazaletes y rebuscados discursos intentando justificar sus balas. Les sorprende, eso sí, que la anhelada firma de la paz no haya sido capaz de llevarse esta guerra que se ha ensañado con ellos, y que a pocos —¿a nadie?— parezca importarle que la vanguardia del posconflicto esté fracasando. Esa vanguardia es Chocó, el más pobre y olvidado departamento de Colombia, y si allí se pierde la ilusión de la paz, no hay esperanza para ninguno de nosotros.
Siguiendo el sol del amanecer reflejado en el aún calmo Atrato, y mientras Riosucio se va haciendo pequeño a mis espaldas, finalmente comprendí el concepto de desarrollo que María y su familia quisieron inculcarme, maternalmente, durante mi estancia allí: no se trata de pavimentar las polvorosas calles del municipio, ni de poner internet banda ancha o siquiera de tener luz eléctrica todo el día. Nunca disfrutaron nada de eso y aún así fueron sinceramente felices; les basta con poder estar con sus familiares y vecinos, poder cosechar lo que siembran y no ser molestados por nadie, llámese narco, guerrillero, militar, paramilitar o malnacido. No suena tan difícil. Puedo imaginarlo.
No he vuelto a Riosucio. Las amenazas de los nuevos poderosos, la crisis humanitaria y la vergüenza de saberme inútil ante tamaña tragedia, lo han impedido. Me prometí hacerlo pronto. Estas palabras, que aunque no lo parecen son de hecho una oda a la paz, es la forma que tengo de no olvidarlo. De no olvidarlos. Es mi humilde forma de decirle a todo el que me lea que, hoy como nunca, nuestra salvación o nuestra condena definitiva depende de lo que pase en Chocó.