Muchos lectores y oyentes deben haberlo notado si están suscritos a Netflix o alguna de esas redes de películas en casa. Siempre le ofrecen lo que a usted le gusta o, por lo menos, las cintas más parecidas a lo que se ha escogido en el inmediato pasado. Esa habilidad la tienen los peliculeros en cuestión porque tienen nuestro algoritmo, que nos ha estudiado gustos y repeticiones y matemáticamente están en condiciones de acertar en gran porcentaje. Es lo mismo que les pasa a quienes redactan en su celular o en la pantalla del computador y están adscritos a la habilidad que poseen de corregirle automáticamente su texto, de cambiarlo o de hacerlo lo más parecido a la manera como el usuario redacta.
Es el algoritmo que se nos está metiendo por donde pueda. Tanto y tan peligrosamente que hay quienes nos atrevemos a afirmar dramáticamente que el arte ha quedado herido de muerte en cualquiera de sus expresiones. El algoritmo es el culpable de matar la imaginación, pero sobre todo de atacar hasta minimizar el libre albedrío, es decir la libertad. En aras de la comodidad nos hemos ido dejando arrastrar por ese conjunto ordenado de operaciones sistemáticas que permiten hacer un cálculo y hallar la senda más parecida a la resolución del problema que enfrentamos. Es decir, hemos dejado que el algoritmo se meta en nuestra vida privada y desde alguna nube o gran cerebro de computación se nos maneje.
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Esos monstruos son tan rígidos que no permiten el sarcasmo, ni la risa, ni la ironía, mucho menos la metáfora
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Pero, como no todo es perfecto así la IA, inteligencia artificial lo esté copando casi todo, hay detalles que los algoritmos ni captan ni entienden ni saben manejar. Esos monstruos son tan rígidos que no permiten el sarcasmo, ni la risa, ni la ironía, mucho menos la metáfora. Esas son las armas que podrían servir para librar la guerra contra la aberración que nos consume. Se comprueba porque los más descarados y sin vergüenza atacan toda posibilidad de expresarnos en el lenguaje que los algoritmos no digieren. Eso fue lo que me pasó a mí con Youtube, no solo no entendió la metáfora de que no existe vacuna contra la corrupción, salvo que se nos modifique el ADN como lo han hecho con los mensajeros de las vacunas exitosas. Convirtió en delito para su rígido e insípido código de valores el uso de las figuras artísticas del lenguaje. En breve lo harán con la pintura y con la música porque guerra es guerra y las herramientas imaginativas no caben, hasta ahora, en la mente robótica programada por los algoritmos. Pero como es una guerra, hay que usarlas porque los que han llegado son los mismos bárbaros uniformantes y arrasadores que se tragaron a Roma hace 1.800 años. Son los mismos que se tragaron a Rusia hace 100 años con el comunismo y se tragaron a Alemania hace 85 con el nazismo. Tomemos conciencia. Los algoritmos hacen lo mismo. Es la batalla por defender el libre albedrío.