La sociedad guajira siente pena de mirarse en el espejo. El sector que más vergüenza debería sentir es el político, a quienes los últimos acontecimientos han dejado en cueros, mostrando sus impúdicos modales. Poco a poco la historia y la justicia los transmutan de modelos sociopolíticos con comités de aplausos asalariados, a reos de lesa humanidad. Es doloroso en lo personal pasar de ser el mejor gobernante de acuerdo con algún esbirro pensador, a inquilino de cualquier tipo de prisión.
La turbación la expresan esos “líderes políticos” cuando van a la radio a defender lo indefendible o cuando organizan marchas o viajes pagos a Bogotá a protestar en contra del establecimiento precisamente al momento certero en que éste reprime el delito. Tratan de voltear la indignación de un pueblo confundido al que le pesa el presente doloroso, creado por ellos en componenda con ese poder central. En esos eventos o espacios está prohibido hablar de corrupción. Es quizás la palabra que más pavor produce y muchos de ellos desearían borrar del diccionario.
La masa adormecida balbucea lo que oye de alguien envalentonado defendiendo los oscuros intereses de la ralea deshonesta. En ese planteo, el transgresor criollo victimario del pueblo, pasa a ser la víctima del cachaco invasor. La indignación distorsionada ha sido el propósito de esta subcultura, donde se crean empresas en el papel con objetivos perversos y se llega a un cargo ejecutivo con el poder repartido en las peores intenciones y manos. Está en boga hablar de saqueo e intervención, algo que hemos tenido por décadas con los excluyentes depredadores círculos criollos.
Nuestra realidad desproporcionada va mucho más allá de lo que la imaginación pudiese crear. Los torcidos personajes históricos también son un contraejemplo a conocer profundamente para no seguir su camino. Nos hace falta un seriado o película titulada Corruptos, así como existe Narcos que muestra los entresijos de la mafia antioqueña, habría que conocer bien los laberintos de esta pandilla regional. Lo que ellos han hecho, por la forma torpe e inmunda como han manejado lo público, deja al descubierto su condición de vulgares gamonales.
Cabe dentro de la búsqueda de convertir a La Guajira en destino turístico, crear la ruta de la corrupción, que debe ser en primera instancia un producto de consumo interno para las escuelas, desde el preescolar al bachillerato, para que nuestros niños aprendan de esa realidad que golpea contundentemente nuestro presente de hambre, ignorancia, muerte, mezquindad y desolación. En cada municipio hay monumentos que podrían ser incluidos en ese tour de la vergüenza, que dan muestra del accionar torcido y de las fortunas personales que produjeron.
La justicia tardó, pero está llegando. Ya tenemos el desfile de la deshonra en las puertas giratorias del Palacio de la Marina y de las alcaldías directo a la penitenciaría. Toca implementar un ritual yoruba o wayuu; como intento de quebrar en mil pedazos el conjuro siniestro de corrupción y mediocridad que sostiene y amamanta la indiferencia, para cambiar a esos actores. Sería el inicio de un gran exorcismo a esas edificaciones que en las últimas décadas han estado plagadas de espíritus pérfidos.
Esos personajes y sus vidas son una mina grandiosa, son un tesoro para crear mitos, leyendas y símbolos narrativos. La historia de estos caciques de la politiquería vende, seguro que la película o serie Corruptos tendría la mayor audiencia. En de nuestro nobel de la paz.