El hombre más poderoso planeta —el que se ha tomado la atribución de pisotear a amigos y enemigos, y de tildar de mentirosos a sus asesores médico-científicos que le pedían implementar medidas contra la pandemia; el negociador invencible que arrodilló al mismo estado para no pagar impuestos; y el que prometió tener la vacuna contra el COVID-19 en 60 días— ha caído derrotado ante un minúsculo enemigo, que ni siquiera conoce.
El hombre arrogante incapaz de entablar una charla decente, en un debate frente a un aspirante a presidente con ideas respetables, ahora está invadido de partículas vivas y de seres infinitamente pequeños, tan elementales que ni siquiera tienen cerebro. Tampoco hablan, pero son capaces de roer el sistema inmunológico de cualquier ser humano, sea blanco o negro, rico o pobre, ateo o bautista, demócrata o republicano, educado o ignorante.
La naturaleza es sabia y no comete errores, y está regida por unas leyes invisibles e inmutables, que gobiernan un supersistema que algunos llaman inteligencia universal: implacable, fría, carente de emociones y que continuamente nos está recordando que todos en la naturaleza (vegetal, animal o mineral) somos seres condenados a recibir y transmitir energía eternamente.
Cada uno de nosotros, seres engreídos, somos como la arena de Jorge Luis Borges.
[…] Todo lo arrastra y pierde este
Incansable
Hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita
Cosa
De tiempo, que es materia
Deleznable […]