Las antiguas escrituras sitúan el paraíso cristiano en el valle que se forma entre los ríos Éufrates y Tigris, en la Mesopotamia remota: zona que en la actualidad ocupan los estados de Irak (principalmente), Irán y Siria. Lo que no sabían nuestros abuelos cronistas es que el paraíso está más cerca de lo que pensamos, lo cual, en palabras de Alejo Carpentier, vendría a ser "el reino de este mundo" o, como diría Paul Éluard, "hay otros mundos, pero están en este".
Ese mundo es Teotihuacán, sitio de elevadas consideraciones poéticas y estéticas (además de mágicas) ubicado a 50 kilómetros de Ciudad de México.
Allí está el paraíso: esa es la lectura que hago luego de visitar este maravilloso país por sexta vez. Primero fue Chichén Itzá (cultura maya), luego a Tenochtitlán con su Templo Mayor (ciudad de los “mexicas”, presentados a occidente como aztecas), y ahora Teotihuacán (de la cultura teotihuacana).
Todo lo manifestado ante mis ojos se ha quedado pequeño ante tanta luz, tanta sabiduría, tanta arquitectura. Ninguna cultura, por muy moderna o desarrollada que parezca (en la América poscolonial el desarrollo es confinado a los edificios altos y el uso de las armas de fuego), logra superar la magnificencia de estas ciudades.
Pecaría de ingenuo al afirmar que fueron sociedades perfectas, que no tenían esclavos o que la jerarquía no existía –mucho menos las clases sociales–, que el comunismo no era evidente en ellos, o que las castas y los abolengos son solo nuestros. No obstante, debo reconocer que tal civilización y tal vestigio cultural solo son comparables con las pirámides de Egipto o las del imperio incaico prehispánico.
Teotihuacán significa “el lugar de los dioses” y, en sentido amplio, “donde los hombres se convertían en dioses”, todo esto a raíz del número y de la calidad de sus monumentos. Teotihuacán es, sin duda, la zona arqueológica más importante del altiplano mexicano. La ciudad abarcaba unos 20 kilómetros y la cantidad de sus templos y habitaciones albergaba entre 120.000 y 200.000 personas, casi la población de una Neiva de 1970. Nadie se explica, ni siquiera los mismos conquistadores, la magia, el colorido, la grandeza y la perfección de Teotihuacán.
La ciudad surgió, aproximadamente, al comienzo de la era cristiana y evolucionó hasta alrededor del 750, cuando empezó un proceso de deterioro que culminó con su abandono y la desaparición de su gran poder, para luego ser hallada por los mexicas.
La calzada de los muertos, la que, a mi sesgado entender, puede compararse con los Campos Elíseos o con una caminata por la carrera Séptima de Bogotá, tiene cuatro kilómetros de longitud y tan solo en el espacio comprendido entre la Ciudadela y la Plaza de la Luna se encuentran más de 80 basamentos y un conjunto de cuartos.
Sorprende el número de visitantes, incluyendo los mismos mexicanos, que ascienden a 40.000 por día, algo que debería ser emulado en nuestro San Agustín, donde según el último informe se registraron 200.000 viajeros en un año.
¡Qué hecatombe!