Hoy, que la humanidad atraviesa por uno de los momentos más críticos de su historia, debemos hacer un alto en al camino para tratar de entender y explicarnos las razones de una pandemia que amenaza con destruir los cimientos de nuestra civilización, lo he sostenido, y lo sigo sosteniendo, que seremos capaces de sobrevivir como especie, lo que dudo es que lo hagamos como sociedad. Hace milenios comenzamos una destrucción sistemática de nuestro planeta, invadimos espacios y ocupamos hábitats que nos son ajenos. La lucha por la civilización nos volvió arrogantes y soberbios dejando entrever nuestra ignorancia como seres simbióticos.
De una existencia sencilla fuimos evolucionando hacia formas complejas de sociedad, de simples recolectores pasamos a ser agricultores para, posteriormente, dominar la tierra y sus semillas. Y en ese transcurrir una pequeña parte de la humanidad se apoderó de los mejores espacios, reduciendo por la fuerza a quienes buscaban un puñado de semillas para sobrevivir. En un dos por tres nuestro planeta miró la irrupción de las castas sociales, los esclavos y los amos, los sometidos versus los poderosos que controlaban cada movimiento en procura de aumentar sus riquezas.
Desde entonces la historia no es más que una historia de castas, de vencidos y vencedores; la ancha Tierra se volvió pequeña para la ambición de unos cuantos hombres a quienes siempre les pareció poco la explotación de sus semejantes. Irrumpe la máquina con su desenfrenada y constante transformación de la materia prima. La humanidad “triunfa” sobre la naturaleza, la somete, la exfolia, la transforma, la explota y la agota. Todo se convierte en usura y ganancia, es la conquista del hombre sobre las demás especies y sus semejantes. Avanzamos científica y tecnológicamente, nada nos es vetado o prohibido; la sentencia bíblica se hace carne en la máquina y en la fábrica, nos enseñoreamos sobre toda criatura y especie hasta el agotamiento.
De esta febril actividad humana se desatan pestes y revoluciones. Desaparecen empujadas por esta violenta irrupción mercantil y productiva bosques y selvas, ríos y mares, especies y tribus, sociedades y culturas, animales y plantas. Todo cuanto toca el hombre se trastoca en una diáspora de nichos y hábitats, hasta que agotado de si mismo evoca la presencia de esas pequeñas bacterias que son el origen de nuestra propia especie. Recordamos entonces que somos polvo cósmico, que todo es una sola imagen que se reproduce en cientos y miles de formas, que nada nos es ajeno, que el simio y el gusano somos nosotros en una etapa de evolución.
Viene así la sensación de que somos seres simbióticos que dependemos en conjunto para sobrevivir. La arrogancia poco a poco se trastoca en vergüenza hasta llevarnos a una obligada sindéresis existencial. En ese loco y despreocupado caminar nos olvidamos que somos hermanos que nos debíamos solidaridad y respeto, nos vestimos de hábitos y túnicas con el simple animo de explotarnos y esclavizarnos, hicimos de la fe el mejor de los negocios y conquistamos los cielos únicamente para reclamar el diezmo de la misma muerte.
Ante una minúscula expresión de la vida nos aferramos a las voces de los muertos para pregonar que “es un castigo del cielo”, que “estaba escrito” en todos los libros sagrados, que es una “profecía” y que todo mana de una voluntad divina y ajena al designio humano. Lo que no queremos ver o aceptar es que fue nuestra arrogancia la verdadera causa de esta debacle que nos tiene al borde de un abismo existencial. Lo corrompimos todo con nuestros actos, con nuestro afán de riqueza y poder, con esa maniquea forma de evadirnos de nuestras propias responsabilidades.
Debemos entender que somos seres simbióticos y no únicamente en lo económico, más aún en lo existencial. Que la buena Tierra da para todos, que las riquezas alcanzan para la humanidad, que no es cierto que mi fortuna es solo mía y una concesión de los cielos. La mayor fortuna se alcanzará cuando el hombre deje de ser una bestia para el otro hombre, cuando nadie se acueste con hambre y cuando todos encontremos la calidez de un refugio en medio de la tormenta. Dios no bendice a unos pocos para infligir a muchos. Todo lo que nos sobra nos envilece como hombres y como especie.
Nos corresponde asumir las culpas lo mismo que nuestras responsabilidades. Volver al humanismo, reiniciar un nuevo renacimiento que nos permita disfrutar del arte y el intelecto, vernos como existencias que dependemos de los otros, tener la certeza de que el otro también soy yo. De nada servirá esta gran lección si no recuperamos nuestra verdadera identidad de especie y cambiamos ese concepto humano de riqueza y prosperidad. No es cierto que el progreso es dinero o lujos, es servicio, arte, intelecto, preservación y simbiosis. Volvamos a la vida, esa parece ser la dura lección de un microbio que hace temblar a mercados y economías, volvamos a la vida para reencontrarnos con todas las especies. Siembra un árbol, lee o escribe un libro, pinta, juega, corre, eleva cometas y haz de tu existencia el mejor pretexto para afirmar el universo.