Está por escribirse, y es cosa singular y sorprendente que no se haya escrito, la Historia de las Marchas. A las marchas se debe más que a las batallas y a los discursos. O mejor miradas las cosas, las marchas han decidido la suerte de las guerras y de las revoluciones.
En las grandes epopeyas de la Historia Griega sobresalen la Marcha de los Diez Mil, la marcha de Leónidas a morir por la Patria sobre las Termópilas, la marcha de Maratón después de la batalla. (¿Quién recuerda al vencedor de Maratón? ¿Y cuántas maratones, completas y medias se corren en el mundo cada año?)
Alejandro ganó un Imperio con miles marchando con sus limitados ejércitos.
En Roma nos quedamos con César marchando desde la Galia y pasando el Rubicón; las marchas de Lúculo sobre el Oriente y las de Adriano por todo su imperio. Pero también recordaremos las de Aníbal y Napoleón sobre los Alpes, las de San Martín sobre los Andes y la de Bolívar remontando Pisba con Llaneros desnudos. ¿Cómo se quedó Mao Tse Tung con China, sino marchando? ¿Y cómo mantuvo el zar Alejandro su imperio sino poniendo a marchar sus cosacos en retirada?
La Revolución Francesa no la ganaron los sans culottes en la Bastilla, sino las mujeres marchando sobre Versalles para traer a París a Luis XVI, medio prisionero, medio rey. Allá, en esa madrugada, la gritería era tanta, que despertado el rey preguntó a su ayuda de cámara si se trataba de un tumulto. No, majestad, le replicó el perspicaz sirviente. No es un tumulto, es una revolución.
Es lamentable que Santos no tenga a su lado alguien con la inteligencia y la independencia crítica de un sirviente. Porque entendería el sentido de la marcha del 2 de abril y le diría lo que eso significa. Los sirvientes de Santos no son solamente torpes, sino que viven atorados con la mermelada, el único alimento que digieren. Y son incapaces de una verdad. Les queda grande.
Cuando centenares de miles de personas salen a la calle
solamente a marchar y a gritar su indignación,
es porque ha llegado la hora de las rectificaciones radicales o de la catástrofe implacable
Por eso no le dicen que cuando centenares de miles de personas salen a la calle, en una negra mañana de tormentas, solamente a marchar y a gritar su indignación, es porque ha llegado la hora de las rectificaciones radicales o de la catástrofe implacable.
No marchó el uribismo, como dice la prensa del régimen, sino que marchó algo más temible que el uribismo: marchó el pueblo. El pueblo indignado que quería gritar que no quiere matones por jefes; que pregunta dónde fue a parar su bonanza petrolera, que descansa en el buche de los ladrones palaciegos; que protesta indignado porque su sueldo no le alcanza para comer; que sus hijos no tienen empleo y sí una maleta lista para irse a cualquier parte; que mira con horror y desprecio las cifras de endeudamiento de la Nación; que maldice la ruina de la industria y del campo; que no quiere pagar más extorsiones al hampa; que denuncia que el país es un mar de coca y que a los bandidos y tragones de las Farc y a los irremediables tramposos y malandrines del ELN los suceden los de las bacrim, la nueva casta que engendró el régimen; que se pregunta por qué no tiene un médico ni un hospital cuando enferma, y por qué a sus hijos los tiran de la escuela a la calle al medio día; por qué se incendian sus bosques, los que todavía no están cubiertos de coca, y no hay una escuadrilla de aviones contra los incendios, mientras la primera dama anda en jet de 22 millones de dólares; por qué a todo el que protesta lo meten a la cárcel con testigos falsos; por qué humillan a su Ejército y matan sin compasión a sus policías; por qué lo enlazan para entregarle una tarjeta de crédito con intereses de ruina del 32 % anual; por qué la inflación y la recesión y la devaluación acabaron con su patrimonio; por qué no hay apagón gracias a la electricidad que nos vende Ecuador; por qué todo es espectáculo, todo show, todo aspaviento; y por qué los validos del régimen se robaron toda su plata llamándola mermelada. Y por qué y por qué.
El pueblo perdió la paciencia y salió a la calle. Contra la prensa comprada, que no anunció la marcha, salvo La hora de la verdad. Y lo hizo en todas partes. Sin buses y sin tamales y sin aguardiente. Sin promesas ni regalos. Salió a la calle porque está indignado, pidiendo su renuncia, Juanpa, y vociferando contra su corrupción y su ineptitud. Un pueblo indignado no es agua mansa. Y contra lo que le digan sus áulicos baratos, haga una de las únicas dos cosas que puede hacer: cambie radicalmente o váyase. Todavía es tiempo.