Ya es casi un lugar común en las conversaciones políticas colombianas decir que la relación entre Santos y Uribe es comparable a la del dueño de una finca y la del mayordomo: Santos encomendó a su empleado la pacificación -a sangre y fuego- de su predio, para luego llegar a usufructuarlo con libertad y en paz, sin tener que ensuciarse tanto las manos, quedando, en últimas, como el pacifista decente y sofisticado, y dejando a Uribe como lo que es: un guerrerista. El mayordomo con ínfulas de dueño por supuesto será apoyado por la mayoría de peones que quisieran patrones, mientras el elegante dueño por aquellos peones que lo ven como una posibilidad de que en la finca se viva mejor, olvidando que aquel que los maltrató no fue más que un peón más contratado por aquel que ahora se presenta distanciado del guerrerista.
Acostumbrados como estamos a decir “esto sólo pasa en Colombia” deducimos que tales contradicciones ocurren sólo en nuestro patio. Pero nos equivocamos. Esta disyuntiva ocurre en todo el globo: es un síntoma de la sociedad posmoderna: el discurso tolerante que se presenta tan distinto del radical de derecha, pero que mantienen en el fondo el mismo sistema social y económico, por ejemplo la dicotomía Bush – Obama: el uno descaradamente guerrista, el otro, nobel de paz sin tener idea por qué, y ambos bombardeando a diestra y siniestra. Slavoj Zizek lo dice claramente, en Bienvenidos al desierto de lo real: el discurso tolerante sirve para que muchos crean que de verdad hay algo que cambia, que hay algo diferente, que estamos mejorando, mientras que el discurso más guerrerista es el que simplemente asume directamente y sin ambages el precio de conservar el status quo.
Otra cosa que dice claramente Zizek es que en muchas oportunidades el mayordomo se rebela, se convierte en un problema para el patrón, e incluso éste debe pedir la ayuda de los peones de “izquierda” para domesticarlo. ¿Algún parecido con Colombia? La izquierda aliada de Santos para hacerle frente al uirbismo, que finalmente es una creación de las viejas oligarquías colombianas que necesitaban bajarle los humos a las Farc, para luego poder vender a las multinacionales el país pacificado. Y Zizek de nuevo da con el punto: la izquierda no debería pelear peleas ajenas. La cuestión es que, tal vez, las Farc, sin querer queriendo, han servido como cortina de humo político durante décadas: ellas son, también, parte del mismo conflicto que una nueva izquierda debe evitar pelear, ahora que ya están empezando a solucionarlo.
Surgen así las candidaturas que parecen renovar el panorama: López, Robledo, Fajardo y un puñado más. Anti-corrupción es su bandera, decir que la guerra ya no es un problema, una frase que repiten. Lo de anti-corrupción es una frase hecha, lo de la guerra una verdad a medias. Pero lo cierto es que son los únicos que podrían abanderan con credibilidad una campaña anti-corrupción, y que el fin de la guerra si ha dejado que la discusión política se renueve. Sin embargo, la masacre sistemática de los líderes sociales en los territorios colombianos introduce un fantasma neo paramilitar que estos nuevos candidatos no han querido ver de frente: tal vez se asusten.
Zizek propone, para hacerle frente a la dualidad patrón-mayordomo, no sólo el distanciarse de ese conflicto falso, sino también una fuerte dosis de coraje, una apuesta, es decir, una jugada política riesgosa, que deje de lado el cálculo electorero que, como bien lo señala Yesid Artreta, los candidatos anti-corrupción hacen al desligarse del movimiento social que aparezca de la desmovilización de las Farc. No creo, como Artreta, que la apuesta deba ser necesariamente incluir a las Farc en sus campañas, pero si hacer un gesto de nobleza frente a los territorios y frente al neo paramilitarismo. Habría que pensar algo fuerte, arriesgado, pero que haga sentir que en esas campañas tan citadinas hay espacio para lo rural.
Dos cosas se me ocurren: convocar a todo movimiento social, territorial y comunitario que desee hacer parte de una nueva forma de ver la política colombiana, que no haga parte de los movimientos políticos ya existentes y que están más a la izquierda, y escucharlos. Lo otro, algo más arriesgado: incluir en la campaña anti corrupción a un militar que se la haya jugado por el proceso de paz, y que públicamente se atreva a decir que le hará frente sin ambages al neoparamilitarismo.