Es un hecho comprobado que los humanos, a pesar de nuestro desarrollado cerebro, tenemos serias limitaciones a la hora del procesamiento de la información que nuestros sentidos recogen. No todo lo que vemos, oímos o sentimos físicamente es reconocido o registrado por nuestro cerebro y este depende en buena parte de sus pre conceptos o de la reiterada exposición a un nuevo estímulo para poder registrarlo e incorporarlo al entendimiento. En ese sentido hay quien afirma que cuando las carabelas de Colón aparecieron en el horizonte de las playas de Guananí es muy probable que los habitantes de la isla no los hayan visto hasta mucho tiempo después, en la medida en que estas, las carabelas, no eran un objeto siquiera concebible para ellos. Veían sus ojos pero sus cerebros no entendían y por tanto obviaban.
Por estos días en nuestro país están ocurriendo cosas que superan nuestro entendimiento, tan adiestrado él a lo largo de toda nuestra existencia en la lógica de la guerra y el exterminio de un enemigo. A todo lo largo del horizonte de nuestro mar de conflicto aparecen unas figuras extrañas que no se asemejan a nada que hayamos conocido previamente. Ante su silueta algunos, pasmados niegan su existencia. Otros, que si logran verlas, deciden que por desconocidas son un peligro y les arrojan todo lo que tienen en su mano a ellas y a los que se atreven a dar una opinión disidente al respecto. Otros más también las ven, pero como una gallina frente a un espejo, voltean su cabeza de un lado y otro tratando de tener una dimensión de lo que tienen enfrente y no lo logran.
Viene el fin del conflicto y está enfrente a nuestros ojos, pero tal vez ni los mismos integrantes de las mesas de negociaciones tengan una idea cierta y objetiva de qué significará, cómo se vivirá, para qué servirá, o qué puede cambiar en nuestra existencia cotidiana al transitar en un país sin guerra, incluso en cosas tan simples y fundamentales como la urgencia de conseguirlo en la medida en que los días, meses o años que continuemos en él se expresan no en elementos etéreos como un discurso o simples como los costos económicos, sino en algo tan concreto, incontrovertible y devastador como la destrucción de seres humanos. ¡Maricas, la vida¡
Ante la sola enunciación del fin de la guerra, los que se han nutrido o han hecho sus existencias alrededor de ella, tiemblan de rabia y miedo, desconfían en medio de lemas de batalla y señalamientos banales, indignados y altisonantes, como si sus tambores de guerra no se tocaran con huesos y carne de humanos que bien podrían construir sociedad en vez de destruir tejido social, sin entender que la paz se hace siempre con los enemigos.
Nuestro pensamiento, alimentado desde la posición unívoca que los gobiernos y poderes imperantes de ayer y hoy propagan a través de los medios de comunicación nos han dado la ceguera propia de los que solo tienen en su haber un único relato, una única explicación del mundo, que nos impide preguntarnos por otra versión de la realidad, creyéndonos que esta que vivimos y creemos es la única posible, real e intransformable.
Una foto de guerrilleros tomando el sol al lado del mar nos indigna hasta proponer el fin del proceso de paz, porque no entendemos que esos seres malignos que hemos aprendido puedan ser y hacer algo más la maldad pura. La sola mención de incorporar a militares y guerrilleros a un proceso de indulto nos revienta la hiel, pues héroes y villanos no debieran estar en una misma colada, sin siquiera ver las trágicas similitudes de su accionar y sustancia. Titulares de copia y pega sin ningún fundamento distinto a la “cara al sol” de quien se proclama dueño de la verdad y que como peces al anzuelo mordemos como si fuera la primera vez que nos atrapan.
Pensamientos simplificados, posiciones inamovibles, miradas con anteojeras, que se resisten a entender la única constante en la historia del universo: el cambio. El cambio y la resistencia al cambio, claro está.