Nadie sabe cuántos camiones utilizaron, pero por el número de paramilitares que realizaron la incursión, se estima que eran alrededor de diez. Avanzaron amparados en las sombras de la noche cubriendo la distancia de hora y media que separaba a Tibú de La Gabarra, en Norte de Santander. Transportaban a 150 hombres que cambiarían para siempre la historia del caserío de 30 mil habitantes, a orillas del río Catatumbo. Como es natural, los carros hicieron mucho ruido porque eran bastantes, pero el ejército dijo no haberse percatado de su tránsito por la única carretera de acceso. Ironías de la vida, un suceso inexplicable o, simplemente, un misterio que quedará sin resolver.
La caravana de la muerte llegó pasadas las nueve de la noche y fue el profesor, Pedro Josías Buitrago, uno de los primeros en enterarse. Se lo advirtió uno de sus estudiantes: “Profe, llegaron los paracos”. Él se lo dijo a otros parroquianos que estaban bebiendo cerveza en el billar “La Fortuna”, y pronto la advertencia se regó como pólvora. Muchos se fueron rápido a sus casas. Pocos segundos después de llegar y encerrarse con su mujer y los hijos, se fue la luz, y comenzó la masacre que duró más de tres horas.
Hacia la madrugada reinó un silencio absoluto. Las aguas turbias del Catatumbo se tiñeron de rojo con una mancha que se hizo cada vez más grande, conforme iban arrojando cadáveres a su lecho. Buena parte de ellos figuraron por mucho tiempo como desaparecidos. Las 35 víctimas que lograron identificar, fueron las que llamaron, lista en mano, porque sabían que invariablemente se daban cita en las tiendas, cantinas y billares de la zona comercial del poblado.
En su mayoría, raspachines de coca. Para la mayoría, nómadas rebuscándose algunos pesos, pero desde la perspectiva de los paramilitares, eran auxiliadores del frente 33 de las Farc que operaba en la zona, o de las compañías del ELN y el EPL que también habían compartido territorio.
Esa noche del 21 de agosto de 1999 no la olvida nadie, aun cuando hay quienes aseguran que las matanzas habían comenzado semanas antes en las 45 veredas que hay en el territorio.
Financiamiento del paramilitarismo
La primera masacre, para anunciar la llegada, se registró en La Carbonera, comprensión rural de Tibú. Se enfrentaron con la insurgencia. Y fueron ganando terreno. Fue el 29 de mayo de 1998. Asesinaron 18 personas. Una segunda la hicieron el 21 de julio de ese año.
El comandante de las autodefensas, Carlos Castaño, admitió que de la región del Catatumbo provenía el 70% para el financiamiento de sus tropas. Cada miliciano ganaba alrededor de $300 mil, un salario apenas comparado al de un profesional de la época.
Jorge Iván Laverde Zapata, alias El Iguano, quien comandó la barbarie bajo las órdenes de Salvatore Mancuso y del propio Castaño, dijo en versión libre que el propósito era conquistar la región.
El paramilitar de origen antioqueño, había liderado 33 masacres. El CTI lo capturó el 16 de noviembre de 2000 y, seis días después, en un cinematográfico operativo, un nutrido grupo de sus subalternos lo rescató. Posteriormente se sometió a la justicia y el 23 de mayo del 2007 empezó versiones libres ante Justicia y Paz, en Barranquilla. Cantó hasta rancheras. Pidió perdón a los familiares de las víctimas, pero ellas no pueden olvidar esa noche.
Algo que dolió profundamente a padres, hermanos y familiares de quienes fueron asesinados, fue su revelación de que optaban por desmembrar y cremar los cadáveres para no dejar evidencias. Era una práctica común del Bloque Catatumbo. Creyeron que esa metodología de Hitler era muy buena.
¡Llegaron los paracos!
Carmen García es una sobreviviente de la masacre. Dio su testimonio sobre la noche que nadie olvida. Para entonces tenía 15 años, una edad en la que todo queda grabado en los recuerdos y las imágenes no se borran fácilmente.
Han pasado muchos años, pero no puede dejar de lado las escenas de los cadáveres de las 35 víctimas, desperdigadas por todas partes como cruda evidencia del paso de los militares que, a sangre y fuego, querían conquistar el territorio, otrora bajo dominio de la guerrilla. Ellos se habían asentado allí para cobrar vacuna por el gramaje de coca y así financiar la guerra. Los nuevos inquilinos de La Gabarra procuraban generar una limpieza total, pero a muchos de los miembros de tropa el narcotráfico les pareció buen negocio.
La tarde del sábado en el que se produjo la masacre, el enfrentamiento de tres personas en una cantina y que dejó un saldo de dos muertos, hermanos de sangre por cierto, rompió la tranquilidad. Fue el incidente del que se habló por horas.
Cayó la noche. “Estábamos hablando de aquél incidente y escuchamos disparos por todo lado. La gente corría y gritaba ¡llegaron los paracos, llegaron los paracos!, pero nosotras no veíamos nada, porque lo que hicimos fue cerrar el local donde estábamos y ahí se encontraban dos adultos que nos dijeron que no saliéramos a la calle, pues era peligroso. Nos quedamos ahí. Nos agachamos al lado de unos tanques y, sin darnos cuenta, los paramilitares ya estaban enfrente”, recuerda Carmen.
Operación rastrillo
Con los testimonios del profesor Pedro Josías Buitrago, de Carmen García y de Luis Elías Peralta, quien reside en el barrio El Poblado, del Distrito de Aguablanca en Cali, es posible reconstruir las horas de la matanza, las que se prolongaron como si el tiempo se hubiese detenido, salvo en el reloj de pared de “La tienda del vecino”. Era el negocio de don Braulio Moncada, a quien le segaron la vida porque le vendía víveres a quien le comprara, sin importar si era un simple parroquiano o un guerrillero. Lo que le importaba era vender.
Para Luis Elías lo más tormentoso fue escuchar la conjunción de llanto, gritos, súplicas y disparos, y no poder hacer nada. Al fin y al cabo, a los que estaban matando allá afuera eran conocidos. Todos eran como una familia, al menos hasta ese día. Terminada la jornada de dolor, lo único que se escuchaban a lo lejos eran los aullidos de los perros.
Antes de la mortandad, los paramilitares usaban una camioneta a la que llamaban “La última lágrima”. En ella transportaban a las futuras víctimas. Las llevaban a un sitio conocido como kilómetro 60, específicamente a una finca. Allí las torturaban, asesinaban y enterraban.
Una masacre que se desdibuja en el tiempo
La masacre de La Gabarra se ha ido desdibujando en el tiempo. Sin embargo, luego de muchos años y cuando las esperanzas para muchas víctimas estaban perdidas, la Sección Tercera del Estado condenó en el 2015 a la nación, representada en el Ministerio de Defensa, el Ejército y la Policía Nacional, por las omisiones en la protección de la población civil. La inexplicable ausencia de las autoridades favoreció los hechos. La decisión involucró a algunos agentes de la Fuerza Pública y de mandos medios.
Otro de los condenados fue el excomandante del Batallón Contraguerrilla 46, teniente Luis Fernando Campuzano. La pena a cuarenta años, fue impuesta por la Corte Suprema de Justicia el 12 de septiembre del año 2007.
Sin duda, todavía no se sabe todo acerca de la noche que la noche que nadie olvida. La noche en la que cambió la historia de La Gabarra. La noche en que más de 13 mil personas emprendieron un éxodo hacia no se sabe dónde. Los desplazó la violencia.
Luis Elías Peralta, es uno de los nómadas que llegó a Cali. No ha vuelto a La Gabarra. No quiere volver. Le trae malos recuerdos. Prefiere conservar las imágenes de cuando todos eran una familia, en unidad aun cuando la guerrilla, en su momento, fuera la única autoridad que conocían.
En diciembre no puede escuchar la tronamenta del día del alumbrado, de navidad o de fin de año, porque recuerda los sonidos estruendosos de disparos que acabaron con tantas vidas.