Esperar que el uso de la fuerza aplicable en la protesta social sea regulada es tan contradictorio en la práctica como en su misma acepción retórica. La teoría de la guerra justa, de corte medieval, tenía como requisito principal, que el soberano declarara que era justa y eso bastaba para ejercer la violencia. Con la misma lógica, de que el poder decide lo justo, lo injusto y lo punible ocurre la intervención de la fuerza pública en la protesta, que siempre terminarà en exceso de fuerza. El presidente a voluntad y arbitrio propio decide y anuncia sus “razones de Estado” para poner bajo sospecha cualquier levantamiento sin armas que hace control político. Usualmente el ministro o altos mandos, estigmatizan, juzgan y condenan “la presunta violencia” que pueda ocurrir. Es costumbre que el gobierno anticipe la inconveniencia de la protesta y con eso justifique planes de protección policial, que sin duda generan provocación y pueden llevar al uso de medios de contención unas veces inadecuados y otras desproporcionados e imprudentes (contrarios a la recta intentio).
La protesta pacífica está permitida, es un derecho, mientras que la guerra y la agresión están prohibidas, es un deber del gobierno evitarlas y actuar análogamente al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en su función de poner toda su capacidad para calificar la existencia real o no de una amenaza real contra la paz y la seguridad interna y obvio que la protesta ni es guerra ni es amenaza para la paz, ni pone en riesgo al Estado. Las reuniones, concentraciones y manifestaciones de protesta son consecuencia de las libertades individuales y colectivas y reproducen derechos, normas y reglas que gobierno y autoridades tienen que respetar, protegiendo la vida y la seguridad sin impedirlas, ni distorsionarlas. Al igual que en todas las otras actividades destinadas a hacer cumplir la ley, las autoridades, funcionarios y agentes policiales, están compelidos a observar los principios de legalidad, necesidad, proporcionalidad y precaucional perseguir el objetivo legítimo (es decir, lícito) de protección sin intervención y tomando precauciones para evitar el uso innecesario, excesivo o abusivo de la fuerza, que lesione o provoque daño a personas o bienes. Las autoridades tienen a cargo adoptar todas las medidas posibles para prevenir o aminorar la confrontación, nunca para avivarla.
El ámbito irreductible de protección del derecho a la reunión, manifestación y protesta del estudiantado universitario, que acaba de ocurrir el 10 de octubre, lo definió la misma conglomeración de estudiantes universitarios, identificados con el fin común de manifestarse pacíficamente y emplear la libertad de expresión para reclamar el cumplimiento de acuerdos pactados en 2018, señalar corrupción en alguna universidad y pedir el desmonte del Esmad. La presión en la calle fue pacífica, sin armas y carente de vínculo con agendas externas o de organizaciones en armas como constatan las fotos, grabaciones y pesquisas policiales. La movilización fue conducida por voceros estudiantiles autorizados e identificables, lo cual invalidaba, con mayor razón, las medidas de fuerza aplicadas, orientadas no a prevenir, si no a reprimir la facultad de ejercer el derecho a disentir y expresar libremente el descontento sobre un asunto esencial de naturaleza cultural y social.
El Estado está obligado a limitar los medios y métodos de disuasión cuando ocurre la protesta, para garantizar la protección de todos sus ciudadanos. Resulta condenable la intervención y uso de la fuerza que crea caos y estampidas y la amenaza de judicialización o tratamiento penal o disciplinario a una situación del ámbito político, no jurídico, por tensiones entre un sector de la sociedad y el Estado. Aunque temporalmente la protesta corte vías públicas o carreteras, al Estado corresponde abstenerse de hacer provocaciones que generen violencias. La fuerza no disuade la protesta, la violenta, como lo mostró la movilización social en Ecuador, que con muertos, desaparecidos, heridos, prisioneros y destrozos en once días de disturbios, acordó lo que se podía lograr en el primer minuto.
El gobierno no tiene facultades para definir de manera discrecional qué es una reunión o qué una protesta, ni poner bajo su amparo su realización, porque con ello extralimita la función que le corresponde frente al derecho de reunión y manifestación pública. Los responsables de hacer cumplir la ley tienen que familiarizarse, en particular, con el Código de Conducta (ONU, Res. 1369/79) y los Principios Básicos sobre el empleo de la fuerza y de las armas de fuego (1990), que forman parte del derecho indicativo o soft law, que contiene orientaciones útiles sobre cuestiones específicas relacionadas con el mantenimiento de la ley y el orden. Funcionarios y organizaciones encargadas de hacer cumplir la ley, independientemente de quienes sean o cómo estén organizados, desempeñan funciones de prevención e investigación de delitos; mantenimiento del orden público; y protección y asistencia para las personas vulnerables.
No hay derecho alguno a excesos o uso de medios o métodos que no correspondan al carácter de la protesta pacífica sin armas, no estigmatizable, ni condenable por su actuación en derecho. El exceso de fuerza está prohibido por reglas nacionales e internacionales y los disturbios no pueden tratarse como actos de guerra, ya que corresponden a situaciones de tensión no sistemática, ni organizada para provocar daños a la vida y dignidad humana. El exceso de fuerza como actuación psicológica o física se vuelve delito cuando supera los límites permitidos de una relación humana respetuosa de los derechos humanos en el marco de sociedades civilizadas que privilegian la razón y el diálogo para dirimir diferencias. El uso de la fuerza supera la discrecionalidad de cada miembro de un cuerpo de seguridad, que si desborda lo permitido, entra en la ilegalidad y tendrá que ser juzgado. La fuerza debe estar previamente limitada y aunque los excesos no sean fácilmente medibles y sean difíciles de constatar, hay que tener en cuenta que los disturbios ocurren en contextos determinados por condiciones específicas y la concepción y talante del poder del gobierno alienta o disminuye la propensión al abuso de la fuerza o el uso de instrumentos no convencionales, prohibidos expresamente por el derecho internacional que son condenables.