Vivimos en un mundo —en un universo— de apariencias y cosas simuladas para autocomplacernos y también para responder a unas demandas y necesidades de “ser como quieren vernos los demás”. Una endeble frontera separa las cosas que en apariencias son y en realidad no lo son. Desde las individualidades intrínsecas y ultrapersonales, hasta las iconografías colectivas que vuelven religión a cualquier fenómeno de masas y que se mueve a punta de medios digitales.
El político que tiene el pleno convencimiento que lo que está diciendo, es una vil y extensa mentira alrededor de la democracia y el poder, del pueblo que se dice representar y sus intereses personales y familiares. En el fondo o en la superficie, él sabe que todo es un teatro macabro para “preñar pajaritos” y que al final, su naturaleza depredadora terminará disputándose la presa del siguiente eslabón de la cadena alimenticia del poder.
El banquero que sonríe a sus clientes como el “Drácula de estos tiempos” y hasta les demuestra su naturaleza vegetariana para ganarse su confianza. Después vendrá el festín. Cuando el incauto cliente esté extraviado en el mar de los sargazos de su imposibilidad de pagar y los tiburones con sus códigos afilados vengan a devorar lo que queda de él.
Los buenos deseos por centenares y miles de “me gusta” en las redes sociales cuando usted exhibe con sus fotografías y videos un bienestar, algarabía, alegría o cuadro familiar tipo ICBF. En apariencias usted es feliz. Realidad, hay muchos envidiándolo y en otros, un morbo de voyeurismo. En apariencias usted es el tipo ideal. Realidad, es solo una postura impostada para la foto.
El presidente que se pelea a fuego cruzado en los medios de comunicación con la oposición política, frente a un tema de crucial debate para el futuro del Estado y la democracia. Realidad, antes hubo varias llamadas entre las partes para acordar la escena y la tramoya de fondo. El pueblo festeja la comedia.
El sacerdote y el pastor de la iglesia que compungidos ante sus feligreses rebelan los últimos deseos de Dios y advierten sobre el efecto de la desobediencia en llamaradas prestas a purificar a los impíos. Después, el opíparo banquete lejano de la sobriedad y humildad que aconsejan los místicos del pasado; las gruesas cuentas bancarias para las cuales ni el Santo Sepulcro alcanzaría para contenerlas y la procacidad con la que festejan la carne y los vicios del delicioso mundo subterráneo de las penas mortales.
El clima laboral (organizacional dicen ahora) que se maquilla con carteleras y avisos (tips le dicen ahora) en los sistemas digitales de cada empleado en su puesto de trabajo, que invitan a la armonía entre pares, el compromiso y la identidad corporativa. Del otro lado, los ambientes tensos que se cortan como mantequilla fresca, la saña y la maldad en cada gesto del compañero de cuadrícula; la sobreexplotación laboral y el mísero salario al que le sobra mes cuando se acaba.
Las damas grises, rojas y verdes que acogen en su seno infinito a cuanto ser desprotegido y vagabundo encuentran por la calle, al que le trastocan su felicidad de gotas cotidianas, a cambio de un pan mohoso y un refresco intenso en tractazina; ellas, confundidas en su propia fuente de misericordia, se ahogan en el vaso medio lleno de sus acciones proclives al bien. En el sello de la moneda de la vida son un ejército de señoras desalmadas, en cuya vida no cabe el mismo diablo con doctorado y en repugnancia de club social, lavan con desinfectante lo tocado por ese mundo bárbaro y cruel de la indigencia del asfalto.
La pareja de esposos que en la calle, en las páginas sociales y en cuanto evento de multitudes se presten a posar; que empalagan con besos y caricias al ambiente, un soporífero vaho de felicidad, tan pesado como la neblina de las madrugadas en la montaña y una edulcorada relación que ahuyentaría a cualquier diabético. Realidad, su alcoba de familia es la típica “franja de Gaza” y el muro gringo para impedir el paso de suramericanos hambrientos de progreso, ni la ONU o Unasur se atreven a mediar con toda su fama de filibusteros de la paz.
El médico que se entrega con todo a sus pacientes y les receta sus fórmulas mágicas para espantar los males de estos tiempos de energías extraviadas. El paciente que solo confiesa a medias sus malestares para no pecar de exagerado con el médico. Dos apariencias enfrentadas y dos verdades que salen a flote: diez escasos minutos le concede la EPS para despachar al paciente (impaciente). Más allá de la línea delgada de la realidad se esconde la máscara del médico que es consciente que en este tercer mundo de mierda la salud es una lotería que solo se la ganan unos pocos y el paciente viene a comprar un poco de mísera compasión que necesita para certificar lo lánguido de su existencia. Una divina comedia. No. El enfermo imaginario de Molière.
Coda: Nada de lo que vemos, tocamos, olemos, saboreamos y oímos es realidad. Solo conciencia y materia transmutada en apariencias. Ni usted que está leyendo esto. Ni yo que lo escribí, existimos. Cierre los ojos. La luz del vacío infinito le señalará el camino.
@inaldo18