Tanto lo sucedido con el precandidato presidencial Sergio Fajardo en instalaciones de la Universidad Tecnológica de Pereira, donde fue agredido por encapuchados, como el ataque a piedra del Hotel Radisson en Bogotá donde se llevaba a cabo una reunión del Foro de Madrid, convoca a una inaplazable y profunda reflexión.
Son hechos que rompen con cualquier parámetro que permita manejar las diferencias con un sentido democrático, en un país polarizado por extremos que luchan por conservar o asumir el máximo poder de la nación.
Lo que en su momento llamaron “la primera línea”, infiltrada por fuerzas de la guerrilla o conformada por idiotas útiles que hábilmente aprovecharon los sectores de izquierda para, en su concepto de utilizar todas las formas de lucha como opción de poder, es solo el reflejo ramplón de que todavía no hemos superado la arcaica violencia de otros tiempos que rompe con el contrato social y el mínimo respeto por el otro.
A Sergio Fajardo, como cualquier otro candidato, le asiste el constitucional derecho de expresarse libremente, exponer sus argumentos y adelantar encuentros y foros democráticos, sin que encapuchados en el infundado discurso del odio y el revanchismo criollo, amenacen su integridad y lo expulsen con violencia.
En la reunión del Foro de Madrid, con el mensaje de “no queremos fascistas”, movimientos de izquierda apedrearon el lugar donde se llevaba a cabo la referida reunión. Pregunto, ¿no es acaso un hecho fascista apedrear al que piensa diferente? ¿No es un hecho canalla y fascista intentar silenciar al que no piensa igual en una democracia que fue pensada por Voltaire, Rousseau y tantos defensores de las libertades colectivas e individuales?
El asunto es que odian la palabra libertad. Les parece aberrante defender la vida, la costumbre; les parece un equívoco hablar de libertad de empresa, de mercado. Y sueñan con una patria del “todo gratis” y el subsidio sin merecimientos. Y, por supuesto, el oportunismo populista bajo esa concepción promete transformar la banca, la salud, la vivienda, acabar con la corrupción, y termina pintando paraísos de cristal.
Que Gustavo Petro lidera las encuestas, es cierto. Pero 27 puntos dicen mucho. Después de ocho años de campaña su discurso no ha logrado calar en amplios sectores poblacionales y no es un fenómeno electoral como están planteando las gallinas que lo siguen. 27 puntos a estas alturas debe asustarle, pues, cualquier persona que no parta de posiciones fanáticas puede preguntar, ¿y los otros 73 dónde se encuentran? Y es probable que no estén en las toldas petristas.
¿Por qué no sube? Quizá porque la filosofía de la piedra, del acallar al otro con violencia –propio de las guerrillas leninistas de donde proviene Petro–, resulta premonitorio para entender que, si gana la presidencia, el encarcelar y silenciar con su estilo monárquico, el segregar a la prensa, sería una práctica diaria que acabaría con el mínimo de libertades. El daño que le hace a la campaña petrista la filosofía de la piedra es un punto que la tozudez de su líder jamás logrará dimensionar.
Es por ello que lo ocurrido con el precandidato Sergio Fajardo y el Foro de Madrid son acciones que se deben tener en cuenta con criterio serio y fundados principios democráticos para que en momentos coyunturales como el que se avecina, la decisión sea la correcta.