Fico heredó de su abuela, doña Libia Gómez de Zuluaga, su nariz prominente, la forma de su cara y sus cabellos castaños claros; aunque, casi todas sus hijas, incluyendo la madre del candidato, eran rubias.
Ella acostumbrada a atender el público, lo hacía de finas maneras, con regularidad lucía un collar y alguna joya muy discreta, que la hacían ver muy elegante.
En el almacén Antioquia, siempre estaba sentada en el escritorio y manejaba el dinero. Conocía a todos los cartagueños y concedía créditos “de palabra” cono era la usanza por la época, en casi todos los almacenes de la zona paisa.
Don Alfonso, el abuelo de Fico, era un vendedor nato y entrador, de esos que hoy llamarían “vendedor a presión” pues quien entraba allí, casi siempre salía con algo en las manos. Era de figura dominante, alto, narigón y robusto, y lucia siempre un anillo grande de rubí. Su presencia recordaba vagamente a Charles De Gaulle, por la misma época el presidente de Francia.
Cuando algún cliente se antojaba de alguna mercancía y no tenía el dinero suficiente, su esposa se las arreglaba para recibir alguna cuota inicial y financiar el resto.
Es decir, la pareja no dejaba escapar ninguna venta.
A eso de las cinco de la tarde, bajaban las ventas y empezaban a llegar los contertulios de la “Tertulia de los Marinillos”.
Mi padre era de los primeros en llegar y venía siempre acompañado de mi hermano Mario, quien entonces tenía ocho años. Pero había una razón para ello: al empezar la reunión, doña Libia se escapaba de la misma y le decía al niño que la acompañara al misa de 5:30 en San Jorge a solo una cuadra del almacén.
Por supuesto el chiquillo la acompañaba, no tanto por el interés en la misa, sino porque después pasaban a la Pastelería Inglesa a mecatear. Aún él recuerda que, al salir del lugar, ella se repintaba los labios, “para que Alfonso no se diera cuenta que andaba a escondidas hartándose de bizcochos”. Ella era muy generosa consigo misma y con los niños que entraban al almacén, en este tema de las chocolatinas y confites.
Eran una pareja feliz y ambos excelentes contadores de historias, que hacían las delicias de las reuniones pues ambos narraban versiones distintas de la misma anécdota y se refutaban en medio de carcajadas y divertidas contradicciones.
Eran muy populares y serviciales en la sociedad pereirana, hasta el punto de que su lujoso automóvil Chevrolet Belair, último modelo, los prestaban a amigos muy cercanos para algún matrimonio.
En una ocasión ambas familias celebrábamos los quince años de la niña menor de la pareja, en su casa de Pereira. A pesar de lo animado del festejo, mis padres abandonaron la reunión antes del final, puesto que debían regresar a Cartago, pues por la época la vía era muy estrecha.
Al salir de la casa a la calle, un automóvil fantasma trepó al andén y golpeó a mi padre, quien cayendo al piso sangraba profusamente en los pantalones. Llevado al médico, éste conceptuó que solo tenía una contusión en el hombro y probablemente un ligero sangrado en la vejiga, que al rato desapareció.
¡Por fortuna aquella fiesta inolvidable no terminó en tragedia!