Se supone que los partidos y movimientos políticos tienen un ideario ideológico (valga la redundancia) que los identifica. Y se supone que los candidatos se parecen al partido que representan, al que los avaló para que buscaran ser elegidos en su nombre y bajo sus banderas.
Y se supone que los candidatos son avalados por los partidos o movimientos una vez estos consideran que representan sus ideales y que al salir elegidos van a desarrollar sus políticas con base en tales ideales.
Se supone que los avales no se venden, no se compran, no se rifan, no se subastan, no se regalan.
Pero triste decirlo, son muchos los casos en que los candidatos no se parecen en nada a los movimientos que representan o dicen representar. Sobran los casos en los que el color de la chaqueta que hoy se ponen, ni siquiera ha sido de su gusto, y lo más seguro es que no lo va ser nunca (es más, ese color ni les queda, ni lo han usado antes, y ahora se lo ponen sin ningún rubor).
Debemos respetar las decisiones de los partidos, pues solo ellos saben por qué las toman. Pero no es fácil interpretarlas y mucho menos comprenderlas, cuando parecen ser más fruto de la feria del aval, que de la conciencia reflexiva, del conocimiento profundo del pasado de los candidatos, de su historia reciente y remota, de su capacidad de ser consecuentes con lo que los partidos y movimientos han vendido, al menos en teoría, como plataforma doctrinaria.
Y no tiene que ver con la apertura de las ideas, con los consensos y esas cosas de que se habla cuando de unirse se trata, o cuando se anteponen los supremos intereses de la nación por encima de los partidos. Pero es que algo debe haber entre Dinamarca y Cundinamarca. Una cosa es hacer acuerdos programáticos, una cosa es buscar identidades y coincidencias y otra muy distinta pasar por encima de lo ideológico, o de lo que identifica propiamente un modelo de gobierno o una expectativa de desarrollo, o unas metas políticas desde el punto de vista de programas económicos, sociales, culturales, de derechos de las minorías, etc., que se definen por aspectos doctrinarios de gran calado, con independencia de lo que nos parezca mejor o no. No puedo ser estatista y neoliberal, o castro chavista y ultraderechista a la vez.
Es tan condenable el transfuguismo de partido, como lo es el transfuguismo de las ideas. Claro que podemos cambiar, claro que podemos convencernos de estar equivocados, y asumir las verdades de otros. Eso enriquece la democracia. Pero lo que no se puede es cambiarnos sin cambiar, y voltearnos, como se hace con las arepas, cuando nos estamos quemando, y queremos un nuevo aire.
Terrible ver como partidos y movimientos viven más de dar avales que de dar discursos. Triste ver como salen a la plaza pública candidatos aguacates, patillas, veletas, etc. Deplorable que los partidos piensen más en quién pueda salir elegido en su nombre, que en lo que ese elegido vaya a realizar cuando salga favorecido con el voto popular, o peor, que busquen llenar sus arcas y sus deseos burocráticos hipotecando su conciencia de colectivo político.
Los pesos y contrapesos no se miden únicamente en la división de poderes, sino también en la posibilidad de hacer un juego de ideas, de mostrar modelos distintos con base en los cuales buscar la equidad y la justicia social, el desarrollo económico, tecnológico, industrial, etc. Es ello lo que ataca el unanimismo y las hegemonías, y permite el disenso.