No creo que quien tenga hijos sea menos feliz que quien haya decidido no tenerlos. Tampoco creo lo contrario. La paternidad, como cualquiera de las vocaciones humanas, puede ser motivo de alegría y realización para quien encuentre en ella su razón de ser, como causa de frustración para quien le sea impuesta o para quien la elija en razón de la inercia social.
Lo que resulta evidente, al menos para mí, es que se publicitan mucho más los beneficios de ejercer la paternidad que los de rechazarla: ¡La alegría de ser mamá! ¡El milagro de un hijo! ¡El verdadero amor!; y se sigue mirando con cierto recelo o marcando con un rótulo de egoísmo a quien opta por no reproducirse.
Cuando pienso en enumerar las ventajas que me ha traído la decisión de no ser padre ni siquiera comienzo por las que parecerían más evidentes, aquellas que se desprenden de no tener que garantizar el futuro económico de nadie: jamás preguntarme si con lo que compro una botella de vino podría conseguir los pañales o si en lugar de irme de vacaciones debería ahorrar para la universidad de la nena.
No lo niego. Tener a tu boca como la única que obligatoriamente debes llenar, es una sensación tranquilizante en tiempos donde llenar bocas es un deporte arduo y frenético.
Tampoco pienso que la libertad de decidir sobre tu tiempo sea la mayor de las ventajas, aunque no puedo negar que me seduce mucho más la idea de pasar las noches leyendo y tomándome una copita que haciendo las tareas con los chicos.
Algunas de las más grandes ventajas de no ser padre -al menos en mi caso- vienen en la forma de una cierta tranquilidad de la que no logro desprenderme cada vez que miro la especie en la que nos hemos convertido.
Uno puede tener sus batallas optimistas, jugar sus cartas para mejorar el entorno e incluso matricularse en ciertas cruzadas utópicas, pero no nos mintamos: el ser humano es una criatura que merece ser vista con desconfianza y, lo que es esencial, parece estar empeorando con el paso de los años.
Yo no veo que la gente se haga más solidaria. No encuentro signos para pensar que la belleza o la sensibilidad se estén convirtiendo en prioridades para los hombres. No veo una luz que me sugiera que las personas se están haciendo mejores o que las sociedades están mutando a verdaderas familias. Por el contrario. Desprovisto de velos apocalípticos, creo que el ser humano se dirige a la consolidación de su verdadera naturaleza: la del mamífero egoísta que vela solo por el bienestar de su manada reducida, sacando uñas y garras en la mayoría de los casos.
Hay montones de seres humanos,
entre quienes me cuento,
que no necesitan de un hijo para sentirse completos
No saben la tranquilidad que me genera saber que no tengo que preocuparme de conducir a mis cachorros en eso de convertirse en unos buenos seres humanos y que no tengo que angustiarme por si serán o no captados por alguna secta religiosa, alguna barra brava o algún Centro Democrático. (Amar a sus hijos -perdonen que se los diga queridos padres- no garantiza que sean buenos hombres. El mundo está lleno de cabrones, hijos de padres que los amaron inmensamente.)
Sé que hay millones de padres felices con su paternidad y realizados en ella. Como sé también que hay montones de seres humanos, entre quienes me cuento, que no necesitan de un hijo para sentirse completos.
Creo, sí, que muchas personas optan por la paternidad por inercia y porque la sociedad les ha pintado esa como la única ruta (o como la ruta más deseable), e intuyo que muchas de esas personas se cuestionarían la decisión de ser padres si conocieran las historias de quienes han encontrado la felicidad en la no paternidad.