La fealdad de la belleza

La fealdad de la belleza

"Casi siempre va de la mano de la vanidad y la sedición"

Por: Winston Morales Chavarro
enero 12, 2021
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La fealdad de la belleza
Caravaggio

Rimbaud, el niño terrible de Francia, hace más de doscientos años advirtió: “senté a la belleza en mis rodillas y la encontré amarga”.

La belleza es por antonomasia amarga, agregaría yo. Después de saborear sus ambrosías, luego de beber de un sorbo sus sustancias, sus néctares, sus licores, la belleza se torna como esos jarabes que nos daban en la infancia; acaso el catártico repugnante, nauseabundo, con el que se amenazaban de un tajo a las lombrices y a otro tipo de parásitos.

La belleza, diría Dostoievski, “no es solo una cosa terrible, sino también misteriosa. Aquí el Diablo lucha con Dios, y el campo de batalla es el corazón de los hombres”.

Nada más terrible que lo bello, nadie más siniestro, más perverso que aquel(o aquella) que conoce su belleza y se ufana y jacta de ella. La belleza perfecta (o nuestra noción de ella) es la de un cadáver; solo es absolutamente agraciado, perfecto y tristemente bello quien no razona, quien antepone sus atributos físicos por encima de los intelectuales y los espirituales.

Por eso, Narciso fue bello hasta el momento precedente al acto de mirar su rostro en las aguas; una vez supo lo que poseía, se volvió amargo, razonó la belleza, la elevó al rango de categoría. Entonces, dejó de ser una belleza fresca, natural; se volvió objeto, producto, mercancía. La belleza no es tan bonita como la pintan. Casi siempre va de la mano de la vanidad y la sedición.

Pocas veces he conocido a un feo vanidoso (no creo que además de feo, ignorante). No obstante, conozco el caso de muchos feos —y de eso doy constancia, mas no fe— que hacen menos fea su belleza con una buena conversación, un perfecto sentido del humor, un gusto desmedido por cosas más trascendentales.

Muchas veces la belleza no necesita de nada más: es bella y con eso le basta. Después se arroja sobre los laureles. Pese a esto, existen incontables excepciones. Sé de muchos ángeles —a pesar de lo que dijera el poeta Rilke: “todo ángel es terrible”— que se revisten de un excelente sentido del humor (para mí no hay un atributo mejor en una mujer que el buen sentido del humor), son mejores conversadoras, inmejorables amantes, grandes bailarinas, gozan de una agudeza sin par que desbaratan —desbaratarían— a cualquier “macho”, y, para colmo de males, son suspicaces, veloces, dignas hijas de Palas Atenea, la de los ojos de lechuza. Entonces la belleza se vuelve peligrosa —además de bonita, inteligente, diría un amigo que ostenta el epíteto de misógino—.

Nada peor para la suerte de un hombre que una mujer inteligente (esto sobrepasa cualquier belleza). Y es muy fácil —gracias a la catarsis femenina— que sean muchas las que estén por encima de los hombres. Nada más fácil para una mujer moderna que estar por encima de 87 kilos de músculo y ausencia cerebral. El hombre se ocupa de muchas cosas banales —una de ellas, perseguir mujeres agraciadas a la usanza del modelo occidental—.

La inteligencia, ese otro tipo de belleza, escasea, no es tan frecuente. Y si bien es cierto que la inteligencia, en sociedades machistas como las nuestras, resulta tan peligrosa como la desnudez de una doncella, prefiero ese tipo de belleza, esa belleza centrada en la palabra, en la crítica, en la reflexión. Nada mejor que una mujer que lo haga reír a uno, nada mejor que aquella que sorprenda con suspicacia y elocuencia —no solo bibliográfica, sino también musical, vivencial, humana, amorosa—. Esas son las mujeres dignas para un buen viaje —ojalá el de la vida—, las mujeres que no estarán detrás de todo gran hombre, sino delante de él o, por lo menos, a su lado.

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