La mala hora de la política en el continente apenas empieza. Atrás quedaron los tiempos en que estas sociedades tan variopinto elegían o ungían por medios democráticos o por revoluciones inciertas, a sus dirigentes para orientar a sus países por la senda borrosa del futuro que nos tenían sentenciado los oráculos del universo.
Ahora todo es una chabacanería de cualquier espectro seudoideológico y muy poco quedan de las lecciones de política que daban los estadistas de medianía intelectual que por lo menos no confundían la historia más reciente que le contaron en sus años mozos.
Atrás quedaron las masas guiadas por los oradores y hombres carismáticos que con el verbo y el ejemplo, captaban la atención de los ciudadanos, fuesen ricos, clase media o clases populares. Poco queda de esos recuerdos y de la manera como las disputas ideológicas –sin redes sociales- eran definidas por la tradición de algunos partidos políticos y no por los intereses de la corrupción rampante de estos días ni por las manipulaciones (postverdad) digitales.
La sosa política de ahora es un remedo de lo que la misma sociedad ha construido como democracia. El desencanto parece una neblina espesa que impide pensar sobre la claridad necesaria. Repasen ustedes en sus cómodas literas digitales: Trump en Estados Unidos envilece la tradición de los “padres fundadores”. En Centroamérica hay un gris panorama con presidentes bajitos (en su tamaño político) y otro con visos de dictadura familiar. De AMLO en México poco se sabe y lo que se presagia es una remoción de lo que el PRI y el PAN han perpetuado en tantos años.
Al sur del continente campea el fantasma de Odebrecht y todos estamos convencidos – menos la Fiscalía General de Colombia- que su papel en la quema del muñeco de la democracia suramericana no sólo se limitó a comprar la pólvora que iba por dentro.
Un fantasma transmuta en presidencias
ganadas en bingo de escuela de barrio
como en nuestro caso
Un fantasma que transmuta en presidencias ganadas en bingo de escuela de barrio como en nuestro caso, otras fugaces que se caen solas como en el Perú, un Maduro que sin salidas y atrapado en su propia telaraña bolivariana es cazador y presa al mismo tiempo; un Evo adánico que lo tienta eso que entre nosotros –de cualquier pelambre ideológico- llamamos “presidente eterno”; un Piñera en Chile que es más de lo mismo y retrocede lo que la concertación avanza cuando las mezquindades internas se lo permite a la derecha reaccionaria y un Bolsonaro que viene con un particular libreto de “orden y progreso” enmascarado en un nacionalismo práctico y castrense. Y se cierra el círculo con un Macri demacrado por las inconsistencias y volatilidades de la economía argentina.
Casi nadie recuerda o nombra a los presidentes o ministros de países con fuerte tradición democrática como Canadá y Costa Rica o Uruguay al sur del continente. Las democracias más sólidas no hacen ruidos, ellas son demasiado firmes como para entretenerse con disputas pueriles que a nada conducen. Prefieren los resultados antes que las discusiones vagas y bizantinas sobre el ejercicio del poder. Democracias prácticas y efectivas que cultivan a sus ciudadanos para proponer y no para posponer.
Coda: quedaron algunas impresiones en el tintero. Pero es más la irrelevancia que lo importante. En esas estamos en el zoológico de la política regional.