La fascinante negrura del Pacífico

La fascinante negrura del Pacífico

Para estructurar la historia de la novela 'El dulce olor de Puerto Perla', el autor Oscar Seidel recurre a la oralidad negra, construyendo el relato con diálogos

Por: Oscar Seidel
agosto 02, 2022
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La fascinante negrura del Pacífico
Foto: Cortesía

El mal olor que se mete por las narices de los pobladores de Puerto Perla debe interpretarse en la novela como una metáfora de su realidad. El narrador que esporádicamente aparece en el texto cuenta que, en las noches, las ánimas deambulan por sus calles. Según lo cuenta el autor en una prosa que, no obstante, la economía narrativa retrata con pincelazos afortunados su ambiente, el último agente viajero en visitar a Puerto Perla se vuelve loco “por el silencio que reina en el lugar”. El hedor que obliga a la gente a abandonar el pueblo lo produce también la corrupción. El alcalde se enriquece adjudicando contratos a sus amigos sin el lleno de los requisitos legales. Y un fiscal recibe seiscientos millones de pesos para fallar un proceso a favor de un narcotraficante.

Puerto Perla es un pueblo a orillas del mar Pacífico, reconstruido después de un incendio que sobrevivió a la amenaza de un tsunami, pero no pudo sobrevivir al mal olor. Esa población puede ser Tumaco, el pueblo donde nació el autor del libro, lugar que se formó al vaivén de las olas, sin que nadie lo descubriera ni lo fundara. De pueblo humilde pasa a convertirse en población próspera. Todo debido al auge que toma el cultivo de hoja de coca. Con el crecimiento vive la desgracia. Atraídos por esa bonanza llegan los actores armados: Paramilitares, guerrilla y delincuencia común, lo convierten en un escenario de muerte.

Historia de Puerto Perla                                                                      

Se ignora quién fue el fundador y cuando es la fecha de fundación de Puerto Perla. Cada grupo de los pobladores triétnicos tiene su propia versión.

La oralidad de los negros (los terceros pobladores) dice que, al comienzo de los tiempos, unos inmensos peces rojos partieron desde un lugar muy lejano a recorrer los mares del mundo. Eran tres vigorosos pargos rojos. Durante miles de años navegaron por todos los océanos de la Tierra. Un día se sintieron fatigados y se quedaron a descansar en los esteros de la costa Pacífica; la brisa de la tarde los adormeció, las olas los arrullaron, y pronto se quedaron profundamente dormidos. Poco a poco las mareas infatigables los cubrieron de arena. Después, una frondosa vegetación apareció sobre sus lomos, y las lluvias torrenciales formaron riachuelos caudalosos. Así aparecieron las tres islas mayores que hacen parte del archipiélago de Puerto Perla.

El oro de las minas del Puerto de Nuestra Señora de Toledo, situada en la selva del Pacifico, que enriqueció a los españoles, fue también clave para sostener la economía del país por más de doscientos años. Algunos negros (cuyos antepasados habían llegado de África en la primera diáspora) lo acumularon a escondidas, y con el tiempo les sirvió para comprar su libertad. Los negros que no tenían el codiciado metal, lograron escapar del socavón, dirigiéndose hacia el mar y la selva, donde dieron origen a asentamientos libres, y se entronizaron con los habitantes de Puerto Perla, un pueblo más pequeño, en donde había una población mestiza descendiente de europeos (los segundos pobladores).

Fue así como Puerto Perla comenzó su lenta transformación en ciudad. El desarrollo fue el resultado de la exportación de tagua, la semilla de una palma que crecía de manera abundante en los alrededores del archipiélago. Esta semilla, un poco más pequeña que el huevo de una gallina, se parecía al marfil y era utilizada en Europa y Estados Unidos para hacer botones.  La economía de la tagua generó nuevas oportunidades para descendientes de esclavos que migraron (dando origen a la segunda diáspora) de la zona minera del Puerto de Nuestra Señora de Toledo a establecerse cerca de los cultivos de tagua de Puerto Perla, y facilitó la formación del grupo de comerciantes mestizos de ascendencia europea, que importaban en goletas las mercancías, y compraban semillas de tagua que luego exportaban hacia el Viejo Continente.

PERSONAJES NEGROS

La Ñoca y Magín

Hace un tiempo no muy lejano, y mucho antes de que sucediera la peste del mal olor, se oyó una voz varonil en la oscuridad del parque Colón: ¿Ñoca ¿sos vos? La Ñoca supuso que era Magín, a quien hacía tiempo no veía: ¡Sí, primo hermano! ¿A dónde vamos? Aquí, ven, hay un lugar cercano, que te quiero mostrar.

Magín la condujo despacio por las largas filas de bancas y árboles, y ella se dejó llevar hasta finalmente llegar al lugar. Era un árbol de ficus, muy grande y frondoso; decían los historiadores que sus semillas las trajeron de África. El sitio estaba solitario, y únicamente ellos dos compartían este diálogo aquella noche: ¿Pues qué? Te escucho mi negrura del mar la soberana. ¿Recuerdas cuando a los dos nos trajeron del campo? A mi dejaron de sirvienta en la casa del magnate de la tagua, y a vos, primo hermano, te pusieron a pelar la tagua en su muelle.

Yo venía a este lugar del parque con la señora del magnate de la tagua, que le gustaba caminar todas las tardes. Después de quedar embarazada del joven de la casa, el hijo que parí fue desaparecido, y me botaron del empleo. Entonces, decidí venir a vivir aquí a esta banca, al frente de la casa de mis antiguos patronos, porque yo quería que me devolvieran a mi hijo. Por más que el alcalde, el personero, el jefe de la Sanidad y la Policía trataron de sacarme de mi banca, primo hermano, no pudieron desalojarme por el escándalo que les hice, y por el olor que despedía.

Busqué tu ayuda, primo hermano, pero tú ya estabas loco por el brebaje del pildè que te dieron esos indios del país vecino, que venían a vender tagua por quintales. Te me perdiste, hasta ayer en que nos encontramos aquí. Para colmo de mi locura, una noche me violó un negro retinto como vos, infectado con el pián. En su arrechera sudaba como un caballo, y el exudado de su infección me contagió. A los pocos días se me engrosaron las plantas de los pies y las palmas de la mano, esto me trajo problemas para caminar, y por eso no volví a levantarme de la banca de este parque. Lo más grave de todo es que la infección me deformó la nariz, y por eso me apodaron Ñoca.

Antes que te aloques más, te juro que el día que vea al blanquito, lo pelo. Ve, Magín, deja tu violencia, que a nuestro abuelo lo mataron en la guerra de los Mil Días porque en el Pacifico a los negros les dio por ser liberales o conservadores, y ellos eran negros nada más. Tan pendejos, se mataban a machete por unos políticos de la capital que ni siquiera conocían. No le haces honor a tu nombre, o sea, un muchacho tierno y simpático. ¡Carajo, si eres puro sentimiento!

Dicen que todas las noches, Magín iba al muelle a ver si aparecía el joven que le había quitado la virginidad a su amada, para tomar venganza. Una noche lo encontraron ahogado debajo del muelle donde despulpaba la tagua, debido a una sobredosis de pildé. Murió esperando al blanquito.

La Ñoca también se deprimió con su partida; su piel se fue volviendo gris y se agrietó con el polvo del ambiente del parque en el que moraba, haciéndola parecer una estatua viviente de mugre. Amén de no bañarse ni cortarse los pelos de las axilas y del monte de Venus, desde hacía diez años que tampoco se lavaba los dientes. Lo peor de todo, es que su olor era tan fuerte que ya todos la conocían como la mujer más apestosa de Puerto Perla.

Un día pasó el carro recogedor de basura, y se la llevó para siempre hasta el botadero municipal.

Nunca supo que a su criatura la regalaron a una institución internacional que apadrinaba los huérfanos. Cuando creció el muchacho jugó en la selección de futbol de Holanda, y él nunca conoció donde había nacido. Al transcurrir el tiempo, la Ñoca fue olvidada por los moradores de Puerto Perla, hasta el nefasto día que sintieron el mal olor, y todos pensaron que había regresado la loca y su pestilencia.

Merejo                                                                                                                                  

El pescador se llamaba Merejo, contaba con 60 años, tez negra, ojos oscuros, una pierna carcomida por la llaga purulenta que le produjo la picadura de un pejesapo en la playa. Durante su vida en Puerto Perla, el pobre Merejo vivió atormentado porque fue objeto de sátiras por su llaga. El único consuelo y sustento fue meterse al mar con su canoa a pescar. Merejo había tenido que improvisar un instrumento rústico de pesca para cazar pargos y sierras: su ambición era atrapar un tiburón tigre, aunque era consciente que no tenía los aparejos de pesca necesarios para capturarlo.

La vida del pescador cambió el día en que se encontró una guaca, dejada hace siglos por los Incas en un estero del puerto.                                                                                           Desde que llegó al pueblo, Merejo había tenido que dedicarse a la pesca en alta mar. Era su único método de supervivencia, hasta que decidió buscar conchas en los esteros. Pero con la nariguera de oro, la vida le cambiaba el lado oscuro. La guaca salvó de pobre a Merejo, pero también le trajo desgracia.

La fábula del canasto de cangrejos azules de Puerto Perla empezó a funcionar, para no hacer progresar a Merejo. Toda la vida, y hasta el fin de nuestra existencia, seguirá aplicándose la frase que todos repetimos en el Pacifico: «Cuando alguien quiere prosperar, los otros se lo impiden. Nadie puede salir del canasto de cangrejos azules, siempre compartirán la pobreza».

Por la animadversión de los otros vecinos, la guaca enfermó a Merejo. Nunca le afloró el deseo de curar la llaga, a pesar que ahora contaba con una fortuna. Merejo quedó finalmente convertido en un ser huraño, que se ocultaba de todos, y el rencor se hizo más grande. Una noche, remó en su canoa hasta mar afuera, y arrojó a la profundidad la guaca que tantos males le había traído. Nadie volvió a saber de Merejo. Pero, el día que apareció el mal olor, en Puerto Perla todos afirmaban que el hedor de su llaga era que tenía contaminado el ambiente.

LA SANTERÍA

Dicen los orishas de la santería que, después de muertos, Merejo, la Ñoca, y Magín tienen trastornado el palacio del Cielo. Pónganle atención a esta historia, dijo Magin: Mis padres eran originarios del Puerto de Nuestra Señora de Toledo, y vinieron a Puerto Perla en la segunda diáspora de los negros. Mis padres resolvieron quedarse en el monte en donde yo nací, me crie y tuve muchas mujeres, hasta el día que me cantaron un alabao, porque pensaron que en mi borrachera yo estaba muerto.

Bueno, el día de mi desgracia comenzó así: ¿Qué hacía yo guardado en un cajón de madera colocado encima de la mesa, mientras observaba que a mi última mujer la estaba enamorando en la cocina el malnacido de mi compadre? ¿También, escuchaba que entre mis dos mejores amigos estaban dirimiendo una deuda porque uno de ellos decía que la había mandó a pagar conmigo, y veía cómo mi segunda mujer en su borrachera le contaba a todos los familiares y vecinos que yo era malo para el catre?

Parecía que me estaban velando porque presumían que yo estaba muerto, y habían colocado medio vaso de agua para que calmara la sed en el viaje eterno. Esto se dio después que recorrí el monte y visité a mis tres mujeres, reconocí a los veinte hijos que tuve con ellas, y tragué en cada parada un tonel de guarapo. Al terminar este periplo conyugal, todos creyeron que estaba muerto, muerto de la perra sería más bien; mi última mujer, que pensó que me había ido de este mundo, me encerró en esta caja mortuoria, y de alebrestada me preparó un alabao.

Ojalá muchos negros fueran como vos, Ñoca, que quieren aprender la Santería de sus mayores, déjame, ahora trato de recordar cómo empezó la celebración de este ritual del alabao: Primero me lavaron el barro que traía impregnado en la ropa, luego me bañaron con sahumerio, enseguida me enjuagaron la boca con yedra, y con el zumo de ésta me untaron todo el cuerpo para que no hediera durante el tiempo que iba a durar el lloro. Y yo que no quería ver a mis tres mujeres juntas porque se armaba la del diablo; tuve que esperar a que llegaran con la recua de hijos, las libras de café, cigarrillos y guarapo para ofrecer a los asistentes, y hasta trajeron un puerco para la última noche; todo este alboroto para que «Dios me sacara las penas».

¿Penas de qué? Si lo que tenía era rabia por tenerme aquí acostado con el vestido de paño que había guardado para la fiesta patronal; y más bronca aún fue la que me dio porque a los zapatos que no me había estrenado, les abrieron unos huecos para que pudieran respirar los juanetes que tenía. De haberlo sabido, no me las hubiera dado de difunto.

Difuntos fue que quedaron cuando me vieron levantar del cajón, después de haberme rezado, cantado, llorado, y bebido. A la primera que le di zaranda fue a mi segunda mujer por levantar falsos testimonios, y sobre todo por ponerme de burla con los parientes. Dizque era malo para el catre, y ¿no vio los veinte muchachos que les hice a las tres? A los amigos de la deuda los dejé que se siguieran peleando, pero al que no lo perdoné fue a mi compadre, mi compadrito del alma, ¿cómo quizo enamorar a mi última esposa?, ha debido esperar a que me echaran al hueco bajo tres capas de tierra.

Tierra fue la que comieron toda esta caterva de descarados. Nunca se había visto que un alabao durara más de tres días, y se gastaron siete. Es el colmo de la pesadez. Me levanté para que lloraran de verdad, y no fingidos por un trago de guarapo. Cogí el machete, perseguí al compadre hasta la selva profunda, y cuando lo atrapé le di machetazos por todo el cuerpo, lo traje muerto al pueblo, y alegué mi inocencia en la Fiscalía, que todo había sido producto de la ira e intenso dolor que me produjo la catalepsia cuyo origen fue el exceso de fornicar y beber guarapo.

Si en Puerto Perla hubiesen acudido a la Santería, estos muertos les habrían dicho quién había generado el mal olor en el archipiélago. Pero, nadie los invocó.

AQUÍ YA NO VIVE NADIE

Después de la evacuación por el tsunami, en las noches, las ánimas deambulan en Puerto Perla. Por las calles desoladas sólo se escucha el aullido de los perros y el resoplar del viento marino. Los pocos habitantes que se atrevieron a seguir en este sitio despoblado, dicen que en medio de la penumbra deambulan los espíritus de Merejo, la Ñoca, y Magín.

Los negros se refugiaron en la selva dando origen a otra diáspora. De Puerto Perla solo quedaron sus tres islas, sus palmeras, y una brisa fresca que venía del mar que luchaba contra el mal olor que un día se había tomado el archipiélago.                                                                                                                                                                                             

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