Creí en ellos. Creí que su corrección política surgía de un deseo real por salvar al mundo. No es así, todo se queda en estados de Facebook, en videos de marchas gay subidos a Instagram, en la necesidad de llamar la atención levantando cartelitos contra el cambio climático y las corridas de toros. Hace poco fui a escuchar a una escritora que hace canciones, la dominicana Rita Indiana. Quedé frustrado, terminó hablando más de feminismo que de su propio arte. Lo mismo pasó con la nigeriana Chimamanda Adichie. Los organizadores de Hay Festival, presos de su corrección política, la enclosetaron en su papel de libertaria de la opresión masculina. Parece que las editoriales solo se fijan en mujeres escritoras si estas tienen una postura contra el machismo. Estamos perdiendo a una generación de novelistas que tienen mucho más que decir aparte de las putas consignas políticas.
Y así es todo. Los enanos dejaron de ser enanos y los negros negros. Todo es una cuestión semántica, todo es una postura que no trasciende las redes sociales. Hace poco estuve tomando con unos oenegeros, antropólogos de la Nacional. Hice el comentario de siempre, de borracho contra el reguetón. Dije la verdad: es una porquería, un dolor que taladra mis oídos, un producto perfectamente elaborado para engatusar idiotas. Uno de los antropólogos, mirándome con desprecio, me dijo que yo era un atarbán anacrónico: “Sabías que lo mismo decían de Héctor Lavoe y de la salsa en los años sesenta, y mira, ahora es música clásica”. En la dictadura de la subjetividad que han instaurado los millennials todo es relativo, depende de cómo se mire Bad Bunny puede ser mejor cantante que Freddie Mercury y Maluma más rebelde y rompedor que Bob Dylan. No existen las verdades absolutas.
Gracias a la puta corrección política de los millennials se nos subieron Trump, Bolsonaro y Duque, también se impuso el brexit en Inglaterra. Ahora los memes son más poderosos que cualquier columna de opinión. Gracias a respetar todas las opiniones, la democracia se ha convertido en la daga de madera con la que los pobres se hacen el harakiri. Bienvenidos al Estado de opinión, el limbo que quiere imponer Uribe para que su doctrina nos domine por los siglos de los siglos.
Yo creía en los millennials hace cinco años, cuando impusieron la onda retro,
las barbas leñadoras, las marchas por las libertades, el veganismo, el feminismo,
la protección de los animales, los gais y la despenalización de la marihuana
Yo creía en los millennials hace cinco años, cuando impusieron la onda retro, las barbas leñadoras, las marchas a favor de las libertades, el veganismo, el feminismo, la protección de los animales, los gais y la despenalización de la marihuana. Esas siguen siendo las banderas que enarbolo, el credo que rezo todos los días. Yo creí en los millennials hasta vi que, como sucedió con los hippies en los setenta, todo esto no era más que un juego, un estado de Facebook que caduca a las veinticuatro horas. Los millennials crecen y se convierten en viejos prematuramente horribles y prejuiciosos. Todos en el fondo no buscan más que hacerse vergonzosamente ricos, conseguir éxito. En el fondo es más de lo mismo, conservadores en la vida real, radicales en redes sociales.
Una generación sin un gran grupo musical que genere himnos que se puedan cantar en la calle está condenada a desaparecer, a la intrascendencia. Unos muchachos que digan afrodescendiente pero que nunca se atrevan a acostarse con un negro no luchan por nada, solo son hipócritas, hipsters a la moda que mientras sacan al parque al perro chandoso que encontraron herido en la calle, lo condenan a vivir en el infecto baño de un estrecho apartamento de Chapinero.
Es que esta generación es tan políticamente correcta que ni siquiera se atrevió a pensar diferente, a dar un cambio real cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo y por eso votaron por Fajardo, porque Fajardo no divide, no genera odios, no es un maldito guerrillero como Petro. Esa tibieza es la que hizo subir a Duque, un presidente a la altura de esta generación de mierda.