El papel preponderante de la reparación simbólica como factor catalizador de la cicatrización de las heridas que ha dejado el conflicto armado en nuestro país es innegable. Por tal razón se torna necesaria la ejecución de acciones afirmativas en pro de la materialización de los derechos y garantías de las víctimas, tanto desde su dimensión individual como desde la órbita colectiva, con el fin de conjurar los daños, los perjuicios y las amenazas latentes que aún hoy vive la Colombia del posconflicto. Es una tarea ardua que compete a las víctimas, a los victimarios, al conglomerado social pero principalmente al Estado.
Esta es una labor que implica no solo el reconocimiento, la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición, sino también la reconstrucción del tejido social dañado y el restablecimiento de nuestra memoria histórica como nación. Hoy, cuando ni siquiera se ha podido implementar la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), luego de más de dos años de la firma del acuerdo del Teatro Colón, encontramos que a las víctimas del conflicto no se les ha cumplido y los logros que harían de nuestro proceso de paz diferente a los anteriores no se han conseguido.
Se cumplen 71 años del magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán, un líder político y bastión moral de las luchas populares del siglo pasado que logró interpretar las demandas sociales del pueblo y agitó sus fibras más sensibles, lo que le valió para convertirse en un ejemplo de identidad popular que aún perdura. De ahí que se podría decir que su nombre ya hace parte del patrimonio cultural e inmaterial del país y que sepultar su legado sería borrar el testimonio mismo de la memoria nacional. En ese orden de ideas, la elección de su caso como punto de partida para hablar de la reparación simbólica no es ni será en vano.
Como antecedente de lo dicho, se tiene que la historia del conflicto colombiano contemporáneo tiene sus albores en los inicios del siglo XX a causa de la protesta generalizada y las luchas campesinas que pretendían una reforma agraria, el reparto equitativo de la tierra y manifestar repulsa a la desigualdad social y la concentración extrema de la riqueza. Las anteriores situaciones se empiezan a recrudecer luego de El Bogotazo, desencadenando un periodo de sangre y muerte que al día de hoy deja casi nueve millones de víctimas según el Registro Único de Víctimas (RUV). Es en ese mismo sentido que la Ley 1448 de 2011, en su artículo 142, establece como medida de satisfacción que el 9 de abril de cada año debe celebrarse el Día de memoria y solidaridad con las víctimas, situación que da cuenta de la importancia de Gaitán en la memoria colectiva del conflicto y en la historia política del país. Ya lo sentenciaba el caudillo: “Ninguna mano del pueblo se levantará contra mí y la oligarquía no me mata, porque sabe que si lo hace el país se vuelca y las aguas demorarán cincuenta años en regresar a su nivel normal”.
Aunque podría parecer que ya se le han rendido todos los honores posibles, esa historia aún hoy tiene mucha tela para cortar. Ciñéndonos al contexto histórico, tenemos que el 17 de abril de 1948 —ocho días después del asesinato—, el presidente Mariano Ospina Pérez expidió el Decreto No. 1265 con el cual se pretendió “rendir honores” al desaparecido, declarando su casa un “Monumento Nacional” con la orden de enterrar su cadáver en la sala de la misma, ignorando la oposición de su familia que ante las constantes amenazas se vio obligada a mudarse a Europa. Es así como el Estado violó la ley vigente en cuanto a expropiaciones administrativas, como lo indicó el Juzgado 1º Civil del Circuito de Bogotá en el año 2008.
También, la Ley 45 de 1.948 en su artículo 3º ordenó que se instalaría un "monumento en el pórtico de la casa que fue su última morada”, escogiéndose mediante concurso —treinta años después— al arquitecto Rogelio Salmona, para que desde su visión de artista creara un diseño de espacio comunitario dotado de jardines, salas de exposiciones, auditorio y biblioteca, que él denominaría “El Exploratorio” y que se inspiró en los balcones y los coliseos desde donde Gaitán conmovía muchedumbres con sus gritos enardecidos, pero que asimismo representaría la plaza pública, ese lugar democrático donde tanto el rico como el pobre exteriorizan sus anhelos, teniendo a los visitantes como actores y no como simples espectadores.
El Centro Cultural Gaitán, aunque bien pudo ser una simple escultura conmemorativa como lo indicó la Ley 45, no se conformó con esto, sino que se hizo una obra revolucionaria en sí misma, ideada no como un simple lugar representativo sino como “un monumento para ser habitado y no meramente figurativo” como el mismo Salmona lo indicaría. Visitarlo sería adentrarse en un espacio de reconstrucción y de encuentro, donde confluyeran la memoria, la historia y la arquitectura. Esta sustitución conceptual de monumento estático a estructura en razón de la función, fue quizá para ese tiempo un componente innovador en el concepto de reparación simbólica en Colombia, no solo por la utilidad que representaría para la sociedad y la ciudad de Bogotá, sino también porque reconstruiría los aspectos más relevantes de la vida de Gaitán. Sin embargo, aunque la construcción inició en la década de los años 80, empezó a ralentizarse, motivo por el cual, en el año 1998, se expidió la Ley 425, mediante la cual se ordenaron medidas de reparación simbólicas en su nombre tales como la terminación de la obra arquitectónica, la publicación de sus memorias, un concurso de cuentos ilustrados con su nombre y la emisión del tan conocido billete de mil pesos.
Posteriormente, se expidió el Decreto 271 de 2004, por el cual se suprime la entidad “Colpaticipar” que era la encargada de administrar las obras y custodiar los bienes del político, viéndose frustrado el sueño, que hoy día yace prácticamente en ruinas, inconcluso y maltratado como la memoria misma del caudillo. Por su parte, la Casa Museo, ubicada en la calle 42 # 15-52 del barrio Santa Teresita, que hoy custodia la Universidad Nacional y que otrora fuera su casa se encuentra despojada e impregna en el visitante una sensación de ausencia y silencio, lo que nos hace inferir que no preservar también es destruir, situación que va en contravía de lo exigido por instrumentos internos e internacionales en contra del “memoricidio” tales como la “Convención de la Unesco para la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial” del 17 de octubre de 2003. También, el parágrafo 4º del artículo 3 de la Ley 1448 consagra que las víctimas, entendidas como conglomerado, por hechos ocurridos antes del 1°de enero de 1985 tienen derecho a la verdad, a medidas de reparación simbólica y garantías de no repetición, que restablezcan su dignidad y esclarezcan la memoria de lo pasado. Es claro que en la mayoría de casos nunca se dieron, como en el asunto de Gaitán, donde no se conocieron los autores intelectuales, no se concluyeron las obras para honrar su memoria y cada día se siguen repitiendo los asesinatos contra miles de líderes sociales y defensores de derechos humanos.
Así, es fácil entender que no ejecutar acciones en aplicación de la reparación simbólica es crear un caldo de cultivo para la violación de derechos de las víctimas, principalmente el de la memoria, que como lo entiende el constitucionalista francés Jörg Luther implica la existencia de un verdadero derecho fundamental que no solo impone el derecho a recordar sino también el derecho a ser recordado por los sacrificios propios. Paradójicamente y como dato adicional, se tiene que en el Museo Nacional de Colombia se exhibe una mascarilla mortuoria de yeso, elaborada por el reconocido escultor Luis Pinto Maldonado que aunque pudiera entenderse como un homenaje genuino, también podría interpretarse como una confrontación a su memoria, mostrándonos un rostro agónico y moribundo de Gaitán, que quizá —de forma implícita— lleva un mensaje de escarmiento a las generaciones contestatarias, similar a como ocurrió con las muertes del comunero José Antonio Galán y del líder indígena Túpac Amaru II.
En tal contexto, la reparación simbólica en el escenario de la justicia transicional y restaurativa debe corregir los errores cometidos en la reparación de Gaitán, pero también en la de las víctimas de Tierralta, Mapiripán, Ituango, Pueblo Bello y La Rochela que aún claman y esperan que el Estado ejecute las medidas que hagan pervivir la memoria de las víctimas y promuevan la reconciliación, puesto que de nada sirve que se profieran leyes y fallos judiciales que ordenen la instalación de placas y monumentos in memoriam, cuando en la realidad prevalece el olvido sistemático y los derechos de las víctimas son un saludo a la bandera.