El abrupto reversazo de la Corte Constitucional que declaró inexequibles los literales h y j del Acto Legislativo 01 de 2016, mediante el cual se creó el procedimiento especial, conocido como fast track, para simplificar en el Congreso los trámites de aprobación de los acuerdos pactados con las FARC, nos lleva a pensar si, más que jurídica, el órgano de control tomó esta vez una decisión política, a juzgar también por los cambios que últimamente han tenido lugar en su composición, en donde viene ganando terreno un sector perteneciente a un ala más conservadora del derecho y la política.
Si así fuera, sería profundamente grave para la democracia y, más aún, para el propósito superior que anima hoy a la mayoría de los colombianos: el de lograr por fin la consolidación de una paz estable y duradera.
Los dos literales establecían que los proyectos de ley y de acto legislativo no podrían ser modificados si con ello se alteraba el contenido de los acuerdos y que cualquier modificación requería el visto bueno del Gobierno; asimismo, que para su aprobación, tanto en comisiones como en plenarias de Senado y Cámara, se debería votar en bloque y no uno a uno los articulados. Con esta nueva decisión, la Corte deja sin piso tales disposiciones y abre la posibilidad no sólo de que el Acuerdo sea modificado sino de que se haga más lento su trámite en el Congreso; es decir, lo golpea en su médula y pone en vilo lo que era ya el resultado de un pacto sellado luego de cuatro largos años de negociación. Se asimila también a esa parte del país para el que la búsqueda de la paz es un asunto secundario, el mismo que dijo no en el plebiscito, el que prefiere seguir danzando al son de los tambores de la guerra y al que hoy, ya desmovilizadas y resguardadas en sus zonas de concentración, le cuesta reconocer que las FARC le han venido cumpliendo al país en su promesa de renunciar a las armas como medio para alcanzar y defender sus ideales políticos.
Hasta ahora la Corte se había manifestado a favor de la constitucionalidad de las decisiones tomadas tanto en el ejecutivo como en el legislativo. Recordemos, por ejemplo, que avaló la convocatoria al plebiscito del pasado dos de octubre, para el que se redujo incluso el umbral de participación al 13 %; le otorgó al Congreso la potestad de refrendar el Acuerdo después de la derrota sufrida en las elecciones; aprobó el mecanismo de vía rápida para dar trámite a las reformas que de inmediato debían emprenderse para facilitar la reinserción de los miembros de las FARC a la vida civil, y le dio curso a la amnistía y a la creación de la Justicia Especial para la Paz (JEP). Sorprende entonces la cabriola con la que hace ahora más tediosa la tarea y genera más incertidumbre frente a su proceso de implementación.
Los magistrados que mayoritariamente votaron a favor de la modificación del acto legislativo se ampararon en este caso en una mirada dogmática e instrumentalista del derecho, al que convirtieron en una barrera inflexible, apegados a esa obsesión leguleya tan propia de nuestra historia constitucional. Olvidaron que éste ha sido un acuerdo pactado en el marco de un modelo de justicia transicional, con características especiales que lo dotan de cierto grado de excepcionalidad y, si se quiere, de “anormalidad jurídica”.
Más inexplicable aún, desconocieron la supremacía del derecho a la paz, consagrado en el Artículo 22 de la Constitución Nacional, en cuya defensa argumentaron su polémica decisión. Qué mayor defensa de la Constitución –cabría preguntarles- que la de evitar ponerle cortapisas al propósito de seguir avanzando en el camino hacia la paz para un país que, como Colombia, intenta salir de más de cinco décadas de estar tan duramente golpeado por la violencia.
No es procedente que la búsqueda de la paz y la consolidación de la democracia queden subordinadas a cierta forma de interpretación de las prescripciones legales, que al fin y al cabo no son más que eso, interpretaciones. De lo que se trata hoy es de entender el momento histórico que vive Colombia y saber estimar en su justa medida la cuota válida e incontrovertible de los fundamentos legales, pero sin dejar valorar lo que corresponde al campo más complejo de las demandas y las condiciones políticas, casi siempre en franca confrontación.
Una decisión dogmáticamente apegada al positivismo jurídico puede afectar, y de qué manera, las relaciones políticas y los juegos de poder inmersos en ellas; aquí ha sido evidente que la decisión de la Corte provocó la hilaridad y una inclinación de la balanza a favor de quienes quieren “hacer trizas” el Acuerdo de paz. La sabiduría de la Corte como guardiana principal de la Constitución está cifrada en este caso en cuánto logra encontrar el equilibrio entre la necesidad de cuidar el mero instrumental jurídico y normativo que otorga el derecho, y la de poder asegurar para toda la sociedad el bien supremo e insustituible de la paz, que está más allá de lógicas puramente procedimentales.
Hay que tener presente la responsabilidad ética que le asiste a quienes tienen en sus manos este tipo de decisiones, en este caso la Corte y lo que a partir de este fallo pueda ocurrir en el Congreso de la República. No sería nada ético —que es en lo que se debe cifrar la estatura y estructura de cualquier Estado y de su orden institucional—, desconocer el contenido de un acuerdo entre un Gobierno y un grupo armado que luego de cuatro duros años de negociación han encontrado el punto medio para terminar con una confrontación de más de cincuenta años. Denotaría una falta absoluta de seriedad, una burla a las FARC y a esa parte del país que de distintas formas participó en la definición de los acuerdos; asimismo, a la comunidad internacional que tanto ha apoyado y tan pendiente ha estado del desarrollo de estos acontecimientos en Colombia.
Se debe insistir en que la mejor forma de defender y evitar que sea sustituida la Constitución es facilitando las condiciones para que el país supere el estado de violencia, todo lo contrario a lo que dejó la Corte luego de su discernimiento.
Lo anterior, máxime cuando hablamos de una institucionalidad que sí que ha estado ausente o ha sido sustituida en gran parte del país, sobre todo en el de la periferia, en donde son los actores armados, la corrupción, las economías ilegales, las maquinarias políticas y distintas formas de para-Estado las que han impuesto sus propias reglas de juego; en fin, en donde lo que menos ha estado vigente es la Constitución, justamente porque el derecho a la paz no ha sido garantizado y el Estado de derecho no han sido para sus pobladores más que una realidad ficcional en la que no se han visto representados, o una entelequia jurídica que se puede manosear al antojo de las coyunturas, los intereses o la filiación política de ciertos núcleos de privilegiados.
El Gobierno ha tratado de suavizar el impacto del mazazo de la Corte con el argumento de que aún conserva mayorías en el Congreso, lo que le facilitaría garantizar la aprobación de los acuerdos; es parcialmente cierto y olvida que entramos ya en plena campaña para elecciones de Congreso y Presidente en el 2018 y que, habilidosos como son, los congresistas se van a llenar de bríos y lo van a condicionar para aprobarle sus propuestas. Ya los veremos haciendo cálculos para saber en qué momento y a cuál bus finalmente se suben, si al que quiere seguir por el camino hacia la paz o al que quiere retornar a los parajes de la guerra; todo depende de en donde se aviste más pulposa la bolsa de los votos.
Así que gracias a la falla de la Corte seguirán endosados nuestros anhelos de paz a los ardides de los parlamentarios, sus instintos pecuniarios y sus aspiraciones burocráticas; los problemas fundamentales del país volverán a estar al margen de la agenda de partidos y candidatos y nos veremos de nuevo decidiendo entre el menos malo de los aspirantes. La continuación o no de la guerra definirá otra vez nuestro destino, por lo menos en lo que a elección de presidente se refiere.