Boston, 1858. Es viernes por la noche y ella está junto a la chimenea, como lo haría cualquiera en estos días en los que el invierno da sus últimos coletazos. El problema es que no tiene una noción muy exacta del espacio que ocupa ni de su cuerpo porque se ha extendido de tal manera (y no por haber engordado) que su falda, cuyo bajo alcanza unos siete pies de diámetro, podría albergar varias caderas como la suya.
Es una suerte haberse librado de aquellas insoportables enaguas almidonadas que, capa a capa, dejaban caer todo el peso sobre el cuerpo, privando de libertad a las piernas, casi paralizadas. ¡Hasta seis capas tuvo que llegar a usar para dar resaltar su cuerpo! La crinolina es más cómoda y más efectiva: da más volumen y realza el cuerpo femenino. ¡Qué belleza! ¡Y solo requiere una enagua!
Una chispa incendia su falda, las llamas avanzan por su vestido ante la mirada atónita de quienes no pueden ayudarla porque la jaula que envuelve sus piernas también aumenta las distancias.
No conocemos su nombre. Días después, el 16 de marzo de 1858, The New York Times dio noticia de la muerte de «una chica joven, hermana de un respetable residente de la calle Beacon». El mismo periódico aseguraba que las heridas fueron tan graves que no sobrevivió más que unas horas.
No fue casualidad ni mala suerte. La misma noticia de The New York Times (The perils of crinoline) acude a otra de Court Journal (Londres) del 20 de febrero de ese año, apenas un mes antes, «en la que encontramos catalogadas no menos de diecinueve muertes por esta causa, ocurridas en Inglaterra, entre el 1 de enero y mediados de febrero».
También en Boston, el vestido de la mujer del poeta Henry Wadsworth Longfellow prendió a causa de la crinolina cuando, estando ella sentada en su biblioteca, algo empezó a arder junto a su falda. Él tampoco pudo hacer nada por salvar a su mujer.
Otras nueve bailarinas murieron entre las llamas de sus propias faldas en el Teatro Continental de Philadelphia. En una década, la cifra ascendió a 3.000 mujeres incendiadas por su propio vestido.
The New York Times estableció un promedio de tres muertes semanales a causa de la crinolina. No exageraba: solo Oscar Wilde perdió dos hermanas (por parte de padre) abrasadas a causa de sus enormes faldas. Emily y Mary fueron invitadas a un baile. La falda de una de ellas se incendió a causa de la crinolina mientras bailaba el último vals. El fuego alcanzó el vestido de su hermana, que se había acercado para intentar ayudarla. Aunque el anfitrión trató de cubrirlas con su capa y las hizo rodar escaleras abajo hasta la nieve, no pudo hacer nada por salvarlas. La muerte de Emily y Mary, en 1871, fue un hecho traumático para el poeta irlandés, que ya había visto morir a una hermana. Solo Northern Standard se hizo eco de la tragedia.
Las mujeres del siglo XIX dejaron de usar enaguas almidonadas para encerrar su cuerpo en jaulas. En gran parte porque las faldas se fueron ensanchando a lo largo del siglo, la crinolina, miriñaque o armador fue más que una moda: servía a las mujeres sureñas para esconder armas y mercancía de contrabando durante la Guerra de Secesión, burlando la prohibición de Lincoln de llevar bienes a los estados confederados. En Wonders & Marvels se habla de una mujer que logró esconder bajo su falda «un rollo de tela militar, varios pares de botas de caballería, un rollo de franela de color escarlata, paquetes que contenían trenza dorada y seda para coser, latas de carne en conserva y una bolsa de café»
A pesar de sus consecuencias mortales, la moda de la crinolina era objeto de bromas. La revista Punch se ensañó especialmente con esa absurda «crinolinemania», como llamaba a esta obsesión por ahuecar el cuerpo de cintura para abajo, publicando varias ilustraciones que ridiculizaban a las mujeres que envolvían la mitad de su cuerpo en una jaula y las comparaba con pavos reales
Tampoco exageraban: desde que surgieron empresas especializadas en crinolinas, algunas llegaban a fabricar hasta medio millón en una semana.
Las mujeres que no ardían, tropezaban y quedaban atrapadas entre las ruedas de los carruajes. «Además de las muertes por incendio, ha habido muchas por aplastamiento bajo las ruedas de los carruajes y maquinarias en espacios reducidos, donde una mujer razonablemente vestida no correría peligro. Se han dado casos de destripamiento producido por las heridas infligidas por la rotura de muelles y aros de acero», publicaba The Guardian el 16 de octubre de 1861.
La que tenía la suerte de salir ilesa, era víctima del escarnio público. Así fue como todos supieron que Consuelo Montagu, duquesa de Manchester, usaba bragas rojas. Y así fue como los pololos se convirtieron en una prenda necesaria, discreta y elegante.
La primera crinolina metálica la registró W. S. Thompson en Estados Unidos en 1856. La invención de la máquina de coser hizo que varias fábricas se especializaran en crinolina y las vendieran a destajo. En España, la crinolina era más conocida como miriñaque y vino a sustituir al tontillo, una pieza tan fea como su nombre, tan anhelada que también se popularizó en Francia
¿Por qué triunfó tanto? Más allá de la estética, hubo más razones: por fin una moda era accesible por igual y a la vez a todas las clases sociales. Desde la aldea más recóndita de Estados Unidos o Inglaterra, la campesina más pobre podía conseguir la suya y lucir tan elegante como cualquier mujer de la nobleza. Que no tuviese la misma calidad era lo de menos.
Para desencantar a las mujeres, se extendió la creencia de que usar crinolina era renegar del cristianismo y fue así como las que la usaban dejaron de hacerlo o fueron socialmente rechazadas. La doble enagua volvió a ponerse de moda y la importancia del volumen, con los años, fue bajando de la cadera a los pies.
Entre la crinolina de acero, el corsé y la melena hasta el suelo, hoy cuesta imaginar a una mujer cargando semejante peso sobre su cuerpo.
*Tomado de la Revista Yorokobu