Desde hace casi un siglo economistas y estadistas centran el análisis del desempeño de la economía de las naciones a partir de la variación de dos indicadores: el Producto Interno Bruto (PIB) y la tasa de desempleo. Dichos índices, además de calificar el crecimiento o estabilidad económica, también han sido utilizados por muchos políticos alrededor del mundo como estrategia electoral bajo la promesa de “generar mayor crecimiento y crear más empleos”. Paradójicamente, eso solo ha servido como una consigna del populismo económico para atrapar incautos, no para contribuir a elevar el debate político y económico sobre el tipo de modelo que implementan los gobiernos. El mal uso de estos índices ha hecho que las principales discusiones sobre la economía política se coloquen en segundo plano, aun cuando las encuestas muestran que la mayor preocupación de la ciudadanía es justamente su bienestar material.
Los indicadores macroeconómicos son útiles para comprender mejor el aparente caos del mundo social y son necesarios para guiar el diseño e implementación de políticas públicas que aumenten el bienestar de la población, pero estas mediciones esconden más de lo que nos dicen, generando políticas económicas y discursos inadecuados que, en ocasiones, resultan hasta dañinos.
El PIB es la forma en la que se mide la creación de riqueza de las naciones en términos de la producción y el consumo de bienes y servicios, pero no es una medida efectiva para diagnosticar el desarrollo y el bienestar social. No mide la distribución de ingresos entre individuos e ignora todas las actividades que ocurren por fuera del mercado, aun cuando mejoren el bienestar social. Por ejemplo, no mide actividades que contribuyen al resto de la economía y en muchos casos la sostienen, como el trabajo doméstico y del cuidado.
Además, el PIB desconoce la contaminación y otras externalidades socioculturales y ambientales, temas claves, hoy en día, debido a la crisis planetaria por el calentamiento global. La popularidad del PIB tiene que ver con la concepción ideológica de que el aumento del consumo genera niveles más altos de bienestar y, por ende, el PIB es una medición adecuada como representación del nivel de prosperidad nacional. ¡Nada más erróneo en tiempos contemporáneos!
En 1996 el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), identificó cinco tipos de crecimiento económico negativo, ignorados por la medición del PIB:
- Crecimiento sin la generación de empleo.
- Crecimiento sin derechos civiles y laborales.
- Crecimiento económico acompañado por el aumento de la desigualdad.
- Crecimiento sin raíces (los efectos culturalmente negativos de la globalización económica).
- Crecimiento sin futuro (basado en el consumo insostenible de los recursos naturales finitos).
Mientras los gobernantes y los medios de comunicación continúan con su fetiche sobre el PIB, el país ignora cómo la fijación por crecer a toda costa puede producir muchos de estos tipos de daños sociales, culturales, ambientales, además de aumentar el déficit democrático a través del auge de la corrupción y las puertas giratorias entre el sector público y privado para los políticos y funcionarios de carrera.
Algo similar sucede con los indicadores de empleo y desempleo, cuya función es hacer una clasificación sencilla de la población económicamente activa, la cual ignora los efectos derivados de la flexibilización laboral y productiva de los últimos 30 años. La realidad muestra que, contrario a la predicción de que la modernización económica en países del sur crearía sociedades donde la gente tendría empleos sindicalizados de tiempo completo e indefinido, con protección social, vacaciones y otros ingresos sociales; la flexibilización ha impulsado una enorme diversificación de tipos de trabajo, períodos variables de intensidad de empleo y niveles y formas de ingresos, generando el aumento de lo que el académico Guy Standing llama, el precariado. En la actualidad, los niveles y tendencias de la informalidad laboral (mejor definida por la carencia de la protección social básica), y la heterogeneidad de los ingresos, significan que indagar sobre el bienestar de la sociedad va mucho más allá del nivel de desempleo.
Varios economistas, como Joseph Stiglitz y Robert Costanza, entre otros, y entidades, como la OCDE, han hecho aportes con el fin de formular indicadores más aptos para la medición del bienestar de una sociedad y/o nación. El Indicador de Progreso Genuino (GPI en inglés), una versión del más antiguo Índice del Bienestar Económico Sostenible (ISEW en inglés), hace una medición del bienestar económico a través de 24 componentes, que incluye por ejemplo, la distribución del ingreso, los costos ambientales, la contaminación y el crimen, además de los efectos positivos del trabajo no remunerado en los hogares y el trabajo voluntario. Otros han propuesto un Índice del Bienestar Sostenible (SWI). Por supuesto, aún existen críticas sobre el alcance y veracidad de estos nuevos indicadores, entre muchos otros. Pero, lo que no debe estar en duda es la urgencia de incorporar estos debates y reflexiones académicas en temas de discusión en el contexto electoral y para la formulación de políticas públicas. El tiempo no da espera. El PIB y la tasa de desempleo en manos de los falsos mesías de la política colombiana siguen siendo excusa para dar migajas luego de prometer el banquete.