Los siervos, mansos y asustadizos, como siempre ocurre, se mostraban sumisos y hasta agradecidos con los amos leones porque, como siempre ocurre, ellos se los comían con tanta naturalidad que los pobres siervos, con el tiempo, aceptaron tal hecho como un designio providencial contra el que nada debería hacerse.
Además, los pastores que dirigían a los siervos, les recomendaban, desde la primera edad, tres conductas fundamentales a su condición: la humildad, la paciencia y la mansedumbre; estos pastores, como siempre ocurre, tenían la promesa de los leones de garantizarles la vida, siempre y cuando convencieran a los demás siervos para que practicaran esas conductas que, con el tiempo y por la constante repetición dogmática, fueron elevadas a la categoría de virtudes.
Pero ocurre que algunos de los siervos, de uno a otro tiempo, por alguna extraña patología de su especie, parecían despertar del letargo colectivo y, aterrados por lo que veían que pasaba en la comunidad, incitaban a sus congéneres a rebelarse contra tan horrible e injusta práctica leonina.
La primera reacción entre los leones, pero principalmente entre los siervos, era de incredulidad ante lo que oían. Los leones, de inmediato, ordenaban, bajo amenazas, a los pastores y a sus voceros, que pusieran orden en las cosas, que silenciaran tamañas herejías y que controlaran de inmediato a la mesnada.
Por todos los caminos del bosque, por senderos y valles, por umbríos hontanares donde nacen las calladas fuentes, por huertos y masías, se dispuso de locuaces voceros que gritaban todo el día y la entera noche, que hacían señas y musarañas y que fabulaban extraordinaria y febrilmente para prevenir a todos los ciervos a no dejarse engañar por tan falaces discursos contra el sistema establecido. Argumentaban los comunicadores que los valores tradicionales de la obediencia, la paciencia, la mansedumbre y la humildad habían sido instituidos desde el comienzo de los tiempos por los dioses tutelares y por los padres fundadores de la comunidad animal y que quienes intentaran cambiarlos serían considerados enemigos de la humanidad y del bien. Como consecuencia de esta denodada campaña, la mayoría de los ciervos terminaban por no creer a sus delirantes y rebeldes congéneres la idea de que era posible la transformación del mundo.
Sin embargo, algunos ciervos, por afecto y respeto, o por la latencia de algún ideal en su corazón, seguían, a pesar de todo, creyendo en las razones de sus contumaces congéneres.
Entonces, los felinos desarrollaron una segunda fase de su campaña en contra de los díscolos al sistema: se les acusó de los peores delitos y se les cubrió de los peores improperios: se les llamó, primero, herejes; después se cambió la acusación por comunitarios; en los últimos tiempos, se les arrostró el temible calificativo de terroristas. Algunos temieron y se arrepintieron; otros traicionaron y delataron a sus insumisos colegas.
Como acción salutífera, los delatores fueron devorados por los leones. Por último, para garantizar el orden y la paz en la sociedad animal, los felinos determinaron lanzarse con saña contra cualquier contestatario de esos que, de tiempo en tiempo, apareciera para encabezar la renovación de las heréticas ideas en la conciencia de la comunidad.
No obstante, los leones, como estrategia falaz, hacían públicos votos para que reinara el orden, para que se respetara la vida de todos. Pero, en el silencio cerrado de la comarca, acometían sin piedad contra los que querían un mundo diferente. A pesar de sus intentos por silenciar y esconder sus acciones, los actos brutales de los leones fueron puestos en evidencia por líderes de más justas comarcas, tanto vecinas como remotas, que ya no aceptaban la feroz voracidad de los fuertes.
Entonces, de todas las regiones del mundo, comenzaron a llegar, de persistente manera, las voces de comunidades aterradas que imploraban, o conminaban inclusive a los jefes de la corte de los leones para que se respetara a quienes pensaban diferente. Los leones, temerosos de perder el omnímodo poder que históricamente habían tenido sobre los ciervos, se comprometían a protegerlos; pero lo hacían de mentiritas pues se los seguían comiendo, como siempre ocurre.
Rogamos porque esta vez sí se proteja a uno que se llama Petro.