En una época llena de paradojas, de cambios constantes y de vínculos transitorios donde todo es para ayer, en apenas unos pocos días las metas trazadas se diluyen, sustituyéndolas por otras más convenientes para el momento. Lo anterior vacía de sentido el tiempo y hace que tengamos que aprender a vivir con futuros abiertos que ni siquiera entendemos, confundiendo progreso con velocidad. Tiempo en los que la "innovación" va de la mano con la obsolescencia programada, donde nada perdura, nada queda, "transcurriendo nuestra vida en un frenesí de actividades supuestamente imparables e ineludibles, en el que la pausa es un lujo y la lentitud es tremendamente subversiva" (Zygmunt Bauman 1925-2017).
Tiempo de modernidad líquida que "no" permite profundizar, porque hacerlo entra en contradicción con darse el tiempo necesario, ya que hay que llegar a ser algo continuamente y no hay espacio para lo más relevante. Así, es más impotente que en ningún otro momento de la historia porque las cosas 'irrumpen y rápidamente se desgastan y desaparecen', aferrados a un egoísta estilo de vida que solo busca el interés personal. Cada vez el futuro gira más rápido; queremos tenerlo todo ahora y para ya. Vivimos en una una sociedad del rendimiento en la que la impresión de no poder concluir nunca algo satisfactoriamente conduce a un remolino que nos hunde incesantemente. Nos falta siempre tiempo para todo lo que hacemos, ya que cuanto más nos apresuramos menos tiempo nos queda.
Este apresuramiento que nos ha hecho olvidar hasta la vida de nuestros referentes y el supremo valor de nuestra propia existencia, "que es simplemente ser". Momento en el que casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, como si todo fuera una responsabilidad ajena que "no" nos incumbe. Egoísmo, indiferencia y, además, habituación negativa, que es un proceso muy frecuente por el que dejamos de responder a todo aquello que no queremos que sea relevante o que "ni nos importa". Como una fórmula para no tomar parte o no enterarse, que puede insensibilizarnos y que no es más que una ilusión sustentada en la creencia que la velocidad con que hoy vivimos nos ahorra tiempo, cuando en realidad la prisa y la rapidez nos aleja hasta de nosotros mismos.
Ser hecho de prisa, que siempre corre, que de todo opina con la atención dispersa y en continua excitación. Es impulsiva hasta en la respuesta, al estar incapacitados para poder pensar con pausa o para considerar lo que realmente conviene hacer, ya que construye su mundo en torno a sus opiniones que aparecen como verdades que hay que respetar. Como un barco sin rumbo que está satisfecho en su deriva, creyendo vanamente en formar parte de una selecta minoría imponiéndose un aturdimiento contra el que no desea reaccionar.
"Cabalgaba a la velocidad del rayo, sin perdonar la espuela, escapando de un terrible enemigo, hasta que repentinamente vuelve grupas y advierte, con suma perplejidad, que no hay enemigo alguno": (Aristóteles {Ἀριστοτέλης} 384 a 322 a. C.).