“Son las 03:00 p.m., el sol está templado, quizás la temperatura ronda unos 35 grados bajo la sombra, es un día normal, el rebusque del día a día, el paso de las busetas caracterizan a Cartagena, a lo lejos se ve una moto que se acerca esquivando vehículos de manera rápida hasta llegar a su parada, eran dos sujetos, con cascos, el parrillero baja pero no se quita el casco, la gente camina normal, nadie se percata de nada, parecía una escena normal, el parrillero ya en tierra completamente se aleja del conductor que lo transportaba llega hasta una casa blanca y se asoma por la ventana y parece que no hay nadie, luego se da una vuelta y se asoma nuevamente por la ventana, aún con el casco puesto saca un arma de fuego de entre las piernas y dispara en cuatro ocasiones…”.
Cuando nos referimos a Cartagena de Indias se hace inevitable echar la mirada a esos sitios donde nadie quiere poner un pie, sitios que a su vez representan un 50% de la población cartagenera. Digámoslo así, barrios históricamente olvidados y abandonados, por lo menos por parte de las instituciones estatales.
Afirmo esto porque ese porcentaje de habitantes que ocupa la mayor parte de la ciudad fueron y están siendo sistemáticamente marginados. Entendiendo por marginalidad no solo el proceso de desplazar una comunidad o un colectivo de los centros a las periferias, sino también como el resultado de una exclusión social sistemática en varias esferas tanto económicas como políticas, culturales, educativas y hasta comunicativas. Es decir, la marginalidad es la búsqueda de una participación social en comunidades afines a sus costumbres y/o necesidades.
Un territorio la marginación también tiene un sistema de convivencia y de normas que son impuestas por bacrim (bandas criminales), que son quienes remplazan las instituciones locales y establecen relaciones jerárquicas de poder en el territorio marginado. En otras palabras, una clase de control territorial donde operan bandas criminales y a su vez estas a través de sus diferentes negocios —ya sean hurtos, extorsiones, micrográfico de drogas, sicariatos, prostitución, etc.— entregan a las familias lo que se les fue negado en los diferentes escenarios sociales. Mientras tanto estas familias convierten a sus hijos e hijas en las carnadas que ingresan a formar parte de los negocios, ya que estos, como dije anteriormente, les da un estatus dentro de la sociedad donde ya no será “tan excluidos” porque estas les suministran protección a través de sus armas y poder adquisitivo, que es lo que los convierte en ejemplos hasta dentro de sus familias ya que económicamente ayudan en sus hogares.
Una joven o un joven de estos barrios son discriminados, discriminados a la hora de buscar trabajo en zonas de la ciudad donde por no poseer un poder adquisitivo no pueden ingresar con tranquilidad. Inclusive discriminados porque se les niega cupos para poder ingresar a las escuelas, lo que provoca la deserción escolar; discriminados a la hora de tener una participación en la sociedad y es ahí, en esa exclusión, cuando se marginan y buscan otros medios de supervivencia y/o participación en la sociedad.
Quienes controlan estos territorios a su vez “capturan” a estos jóvenes. Son ellos quienes les ofrecen un trabajo remunerado sin importar si tienen estudios o quién haya sido su madre. De esta manera se naturalizan los sicarios, los extorsionistas y la prostitución como una forma ‘normal’ de vida cotidiana. Y a modo de continuidad también se presenta la apatía por la política, o más bien la casi nula participación de estas comunidades en la toma de decisiones, ya que el control lo ejercen las bacrim.
De allí radica el problema fundamental de la sociedad cartagenera, ya que gracias a esa pasividad y/o baja participación en los cargos de representación comunitaria, principalmente en esas comunidades donde vive la mayoría absoluta, es que entran los candidatos ayudados de una manera u otra por las bacrim a comprar los votos de esas familias para seguirlas sumergiendo en la miseria y convertir a Cartagena en una mazmorra de violencia donde precisamente no sobrevive el más fuerte, tal vez sobreviva quien tenga algo de suerte.
Suerte que no tuvo la niña de ocho años asesinada de un impacto de bala en la cabeza de los cuatro que se dispararon el pasado 14 de abril por sicarios que iban a asesinar a su madre en el barrio San Fernando. La madre de la niña hasta hoy se encuentra grave ya que recibió los otros tres disparos.