Ahí estaba frente a mí: pequeña, indefensa, durmiendo en un cómodo cojín de terciopelo rojo la muy descarada. Solo hasta ese instante pensé en lo ridículo que me vería corriendo con una espada vieja bajo la ruana y las burlas que iba a recibir de Pablo que apenas me viera asomar me iba a gritar:
-Tan guevón usted: ¿acaso a quién se le ocurre robarse ese tiesto?
¡Claro!, más pendejos nosotros que nos ponemos a seguirle la corriente a Bateman. Entonces solo en ese instante pensé seriamente en abortar la operación, pedirle perdón al vigilante, entregar los dos revólveres y el carro que teníamos en nuestro poder para que se fueran rápido a la 26 y Boris pudiera cumplir la tarea del concejo sin contratiempos. Ya tenía frío y sólo deseaba arruncharme con Carmen y mis gorgojitos a ver el Chapulín Colorado.
De seguro al verme subir al carro, Sánchez me putearía pero también me daría la razón: ¡bien pendejos nosotros! Pero no había marcha atrás, sería incumplir una orden superior y por más descabellado que me pareciera, orden es orden y se debe cumplir.
No había caído en cuenta pero entre chiste y chanza ya había perdido casi un minuto pensando en pendejadas. Los demás compañeros ya habían inmovilizado al guarda y cubierto las puertas de ingreso al museo. A lo lejos se escuchaba una gritería de unos gringos pidiendo ingreso y a una compañera aclarandoles:
- Mister. I'm sorry pero ya se hizo tarde. Nos toca cerrar el museum. Sorry. Bye.
El grito de Eddy me despertó:
- ¡Q'hubo Turco! Póngase serio hermano que nos cogió la madrugada.
Saqué bajo mi ruana una barra metálica que un par de días antes le decomisé a Alejandra porque estaba jugando con ella a amasar arepitas de plastilina. A pesar de sus resoplidos y lágrimas le justifiqué con el corazón arrugado:
- Hijita: te puedes lastimar y puedes machucar a Valeria. Mañana te traigo uno más bonito.
Apunté a cualquier parte con cuidado de no dañar la pieza. ¿y si el vidrio es de seguridad y no rompe con este mazo? ¡Qué carajos, ya estamos aquí! primer golpe: ¡Pum!, el vidrio se volvió una telaraña: ¡Te conozco bacalao!. Segundo totazo y ¡Pum, se rompió esa mierda! Salieron cristalitos volando por todo el piso de madera del museo. Saqué la funda o como se llame esa vaina. También los espolines que no sé para qué sirven. ¡Que escándalo tan hijueputa!. Volteo a mirar a Eddy Armando buscando aprobación o un regaño. Una sonrisa me dice que todo está bien pero que toca salir de allí.
Entonces agarro la espada, esa espada ridícula que casi dejo seguir durmiendo por otros doscientos años. Es pequeñita. Ni siquiera tiene cara de espada... y sentí un corrientazo que primero confundí con el frío propio del metal. Pero no. Fue un corrientazo bíblico que casi me hace soltarla para caer en el vacío. Me dobló el antebrazo y debí sacar fuerzas de mi pequeño cuerpo para no dejarme derrotar. Era Bolívar, por Dios que era el mismísimo Bolívar. No era una espada, tenía razón, era un sable. Pero tampoco era un sable cualquiera, es decir, la espada aquella de la que aún siguen hablando no era para untar mantequilla al pan: había cruzado páramos, nevados, llanuras y selvas para libertar a cinco repúblicas; iba a meterse en las entrañas de ballenas azules, irá a la cárcel y será torturada, acuatizará en el Orteguaza a bordo de pájaros metálicos, entrará a embajadas sin pedir permiso, firmará acuerdos con sangre en su punta, combatirá contra fieros tanques y llamas enormes, recorrerá nuestra América, no se quedará quieta y tomará algunas vacaciones en Panamá hasta que el Imperio la vuelva a despertar con tiros de fusil, irá a la tierra de Fidel, volverá a la Quinta, la encerrarán en frías bóvedas, saldrá a las calles nuevamente, pisará la plaza que lleva como nombre el apellido de su primer dueño y jamás se dejará meter de nuevo entre las cuatro paredes de un museo.
La metí bajo la ruana y salí a toda prisa. Carlos Sánchez, dramaturgo jovial a quien no veía hace años y quien para la ocasión cumpliría la función de conductor me vio por el retrovisor, pálidos como un papeles, mientras por las calles adyacentes se perdían los demás compañeros que hicieron parte del operativo:
- ¿Cómo le fue Fayad? ¿Todo bien?
- Todo bien -respondí aterrorizado-, vámonos rápido de aquí
- Malas noticias Fayad. Esta mierda de carro no prende
¡Lo que nos faltaba! Y yo que había dejado de creer en María Auxiliadora y en el Divino Niño, o mejor dicho, rompimos relaciones hace un par de años, no tenía a quién pedirle auxilio, pero como un ejército celestial, aparecieron de la nada cuatro tipos, cuadrados como un ladrillo, y empezaron a empujar ese tiesto con dirección al occidente. El carro prendió. Sánchez sacó la mano y agradeció.
- ¿Y esos quiénes eran? -Pregunté-
- Ni idea hermano. "ángeles clandestinos" -sentenció Sánchez
El carrito cogió vuelo, giramos hacia el norte para dar una oreja que nos permitiera volver al oriente y virar hacia el sur para dejar la espada en un lugar que sólo Sánchez conocería porque yo habría de bajarme un par de cuadras después para tomar un bus que me bajaría hasta la Macarena. El resto dependía de otro comando que recibiría el carro, los dos revólveres y unos cuantos pesos para que tomaran transporte a sus respectivos hogares. ¡Así de llevados estábamos!, no teníamos ni para el bus y así pensábamos hacer la revolución.
Tamaña sorpresa cuando en la primera esquina vimos a Bateman sentado comiendo fritanga y tomando Coca Cola. Sánchez le hizo una seña indicando que todo había salido bien. Pagó los tres pesos que valió la sobremesa y salió corriendo hacia el carro, subió por la puerta lateral izquierda:
- Q' hubo hermano. Saca esa vaina, ¡Déjamela ver!
- Estás loco hermano. Guarda bien esa vaina. Se va a armar tremendo tierrero. Yo me bajo acá
Caminé de nuevo hacia el occidente, observando de frente cómo el sol naranja de los eneros se esconde en el horizonte por los lados de mi amada Universidad Nacional. Tomé una bocanada de aire fresco y solo entonces pude respirar de nuevo.
Caminé no sé cuántas cuadras. Vi de diversas partes a policías corriendo en desbandada para cualquier parte pero no pensé que el escándalo fuera por la espada. Tomé una buseta y llegué a casa cuando Bogotá ya estaba a oscuras:
- Papi. ¿dónde está el regalo que me prometiste?
_ Mira, te traje un helado, otro para tu hermanita y otro para mamá.
Carmen Lidia me conocía más que nadie. Sabía que en algo estaba metido:
- Álvaro, mira el noticiero. Ni te imaginas lo que acaba de ocurrir..