Concuerdo con varios puntos de la lectura que hace el profesor André-Noël Roth en su artículo sobre las lecciones de los gobiernos “progresistas” en Bogotái. La discusión que plantea sobre el significado de un gobierno de izquierda en el adverso contexto colombiano, por ejemplo, es totalmente necesaria. Sin embargo, discrepo de varias de sus opiniones sobre la gestión de Petro, porque algunas hacen eco del discurso de los opositores, de todas las tendencias ideológicas, al exalcalde, según el cual éste habría demostrado su incapacidad para la gestión, debida a su personalismo y su arrogancia, entre otros, para sumir a la Ciudad en un “caos”. Aunque políticamente tiene sentido descalificar este discurso, porque su conversión en sentido común dominante no sólo afecta la legitimidad de la “Bogotá Humana” sino la de toda la izquierda, es más productivo discutir los criterios a partir de los cuales se puede evaluar tal gestión, sobre todo si de allí se van a inferir “lecciones”.
En el caso de Petro el árbol parece haberse encargado de opacar el bosque. La mayoría de las evaluaciones, no siempre objetivas y más bien sesgadas por los prejuicios acerca del destituido alcalde, han hecho énfasis en su agencia individual para explicar su destitución por esa supuesta incapacidad para la gestión. De ello no escapa el análisis del profesor Roth, cuando nos indica que Petro fue un buen político en el parlamento, donde bastaba usar el “discurso”, pero no fue bueno a la hora de gobernar, e incluso cuando destaca su “falta de inteligencia política”. Creo que en este punto se confunden el supuesto personalismo o el “estilo personal” de Petro, con la gestión de un entramado organizacional complejo como la Alcaldía de Bogotá, en un contexto adverso como el que le correspondió a Petro. Es cierto que los estilos personales pueden influir en el rumbo que adoptan las organizaciones, pero de allí a suponer que basta con que los líderes tengan capacidad de gestión e “inteligencia política” para llevarlas al destino deseado, existe un trecho considerable.
Centrarse en la figura individual de Petro conlleva además una distorsión del fenómeno en cuestión porque termina por aislarlo del contexto concreto en que tiene lugar. Eso puede acarrear el supuesto de que la gestión es una cuestión técnica y que basta con tener las capacidades necesarias para poner en funcionamiento el aparato administrativo, pasando por alto los entramados de relaciones de poder que comprende. Pero, quizás más importante en este caso, conlleva una interpretación de la destitución de Petro que enfatiza un supuesto conflicto entre su visión de izquierda y la presunta visión tradicional o “teocrática” del procurador. Así se da a entender que el problema es de uno, el procurador o Petro, o dos individuos y no de un sistema político en su totalidad. De esa interpretación hay sólo un paso para pasar a enrostrarle a Petro, como se lo ha hecho, el que votara a favor de Ordoñez en su época de congresista, una suerte de anacrónica falacia ad hominem que sigue sin arrojar mayores luces. En suma, esta perspectiva pierde de vista elementos necesarios para comprender las constricciones y oportunidades en que tuvo lugar la alcaldía de Petro.
El profesor Roth afirma que los gobiernos de Lucho y Moreno operaron, igual que el de Petro, en un contexto institucional similar porque no tuvieron mayoría en el Concejo y, por consiguiente, sus diferencias tienen que ver con “diferentes estilos personales”. No obstante, el gobierno de Petro no debería ponerse en el mismo saco de sus antecesores, no porque sea más o menos de izquierda, aunque sería una interesante discusión, sino porque tiene lugar en un contexto totalmente distinto.
Por un lado, el contexto institucional en el que opera la Alcaldía de Petro no puede ser reducido a la composición del Concejo de la Ciudad; la principal oposición a Petro no provino precisamente de los concejales, sino de instancias nacionales: la Procuraduría, pero también el representante Miguel Gómez que promovió la revocatoria del mandato, o el mismo gobierno Santos cuando nombró a Gina Parody como “alta consejera para Bogotá”. Incluso habría que preguntarse qué tanto ha cambiado el régimen político colombiano en estos años, sobre todo después de la implementación de la reelección presidencial. Esa reforma institucional alteró gravemente el sistema, no sólo generó aviesos incentivos para que el gobierno nacional vea en Bogotá una plaza para hacer campaña reeleccionista, sobre todo si el alcalde es de un partido distinto al del presidente-candidato, sino también desequilibró el sistema de pesos y contrapesos o el control político horizontal, teniendo una influencia perversa en la composición de las altas cortes, por ejemplo.
Por otro lado, no sólo las instituciones actúan como oportunidades y constricciones para los actores, sino también lo que hacen otros actores, que no necesariamente operan en el marco institucional convencional. Como bien afirma el profesor Roth, tanto Lucho como Moreno, aunque por distintas razones, se acoplaron al funcionamiento tradicional de la política colombiana, y fue precisamente eso, aunado a un proceso unitario en la izquierda, lo que les permitió tener “gobernabilidad”, aunque a costa del sacrificio de los principios de izquierda con que fueron elegidos. Pero no ocurrió lo mismo con Petro quien, para algunos por su personalismo, aunque me inclino a creer que más bien se trató de privilegiar los principios, pugnó por desmarcarse de ese tipo de política. Por ejemplo, hemos visto la oposición que generó el cambio en el esquema de recolección de basuras (que siempre se ha presentado de forma inexacta y tendenciosa como un “caos”) por tocar los sagrados valores de la “libre competencia”; imaginemos ahora qué habrían hecho los Nule si les hubiese tocado lidiar con un alcalde como Petro y éste hubiese hecho con sus contratos lo mismo que hizo con los contratistas de la basura. Es más, imaginemos qué hubiese pasado si esa situación se presenta bajo el gobierno de Uribe.
Desde luego, no sólo los contratistas mueven sus influencias. Cuando llega Petro a la Alcaldía está a punto de completarse una década, no de gobiernos de “izquierda”, pero sí de gobiernos en manos distintas a las de la oligarquía colombiana, las cuales, por más componendas que existan, siempre imponen límites a sus negociados. La campaña a la alcaldía de 2011 fue una muestra más del desespero de la clase política tradicional por recuperar esa plaza. Era obvio, entonces, que quienes perdieron las elecciones no se iban a quedar de brazos cruzados viendo cómo Petro desarrollaba su plan de gobierno, y menos si, a diferencia de sus antecesores, se negaba a negociar con ellos su “gobernabilidad”.
La misma izquierda, que en varios momentos fue un sustento importante para las administraciones de Lucho y Moreno, presenta una situación muy distinta durante el gobierno de Petro. El fenómeno electoral de Petro está inmerso en el comienzo de lo que parecía ser la descomposición del proceso de unidad que se había emprendido con el Polo. En algunos de sus sectores no cayó bien el que, apoyado en sus redes electorales, hubiese ganado previamente la consulta interna hacia las pasadas elecciones presidenciales y en virtud de ello se proclamara líder del partido. Pero además, sobre el proceso unitario influyen otras variables, porque debido al contexto político nacional (los diálogos de paz y los cambios en la forma de gobernar de Uribe a Santos) emergieron otros proyectos y otras alternativas, como la Marcha Patriótica. De ahí la timidez y las prevenciones con que algunos sectores de izquierda dieron su respaldo a la “Bogotá Humana”.
Un contexto que sería sumamente adverso, aún sin mencionar las campañas mediáticas en contra del gobierno de Petro. Aunque el profesor Roth rechaza el “discurso posmoderno culturalista” que enfatiza en el carácter performativo de los discursos, hoy en día difícilmente puede negarse el influjo que tienen los medios de comunicación, y por consiguiente los actores que tienen la posibilidad de expresarse y visibilizarse mediante ellos, sobre la definición de lo que constituye un problema socialmente relevante, la agenda pública e incluso los criterios de evaluación de un gobierno, cuestiones todas que no son objetivas sino que, por el contrario, están libradas a las correlaciones de fuerzas. Si hoy es común referirse a la cuestión de las basuras como un “caos” no es precisamente porque, como se encargaron de remarcar y remarcar ciertos medios de comunicación, hubiese en realidad una situación caótica. Incluso si eso hubiera tenido lugar, habría que cuestionar qué responsabilidad tenía la alcaldía y qué responsabilidad le cabe a los antiguos operadores de la recolección. Todo no debería justificarse en el hecho de que Petro “dio papaya”.
Por lo demás, resulta cuando menos curioso que los índices de “percepción de inseguridad”, nótese que no es algo objetivo, puedan subir al mismo tiempo que hay una notoria baja en el índice de homicidios, o que las protestas contra Transmilenio mermen justo cuando Petro abandona la alcaldía. Puede ser cierto, como dice el profesor Roth, que Petro apostó por los proyectos de largo plazo descuidando problemas de corto plazo, que son los que más importan a la gente, como la seguridad y el transporte. También es cierto que un gobierno de izquierda debería apostar por realizar una gestión muchísimo mejor en ese tipo de temas que los gobiernos de otras orientaciones ideológicas. Pero no se puede pasar por alto que esos son temas que requieren, como Petro mismo sentenció, soluciones estructurales de fondo, proyectos de largo plazo. Desde hace tres décadas, si no desde siempre, en Bogotá ha habido quejas por la inseguridad y los problemas de transporte, estas cuestiones son una constante que vino recientemente a ser magnificada por los adversarios de Petro. Así que no es justo ni realista achacarle la responsabilidad a un alcalde, sobre todo si se tienen en cuenta los intereses políticos que están en juego, por lo que pudo haber hecho y no le fue permitido hacer.
En fin, para evaluar la gestión de Petro debería tenerse en cuenta que difícilmente podrá encontrarse un gobierno subnacional en toda nuestra historia que haya despertado tanta oposición en todos los sectores poderosos. Para nadie debería ser un secreto que desde el principio Petro tenía todas las de perder. Por eso, tal vez lo que debería extrañar no es tanto la deficiencia de su gestión en ciertos temas, sino su habilidad política para mantenerse y el hecho de que, aún así, teniendo que defenderse por todos los flancos, algunas veces incluso de sectores de izquierda, hubiese hecho tantoii.
¿Qué enseñanzas deja todo esto? Estoy totalmente de acuerdo con el profesor Roth cuando afirma: “la izquierda colombiana no ha reflexionado lo suficiente para entender qué significa (y qué implica) aceptar gobernar desde una posición minoritaria y en un contexto normativo y cultural moldeado desde décadas por la lógica neoliberal, clientelista y crecientemente corrupta”. No obstante, creo que no es suficiente con una reflexión sobre el gobierno en el que la izquierda se ponga a tono con lo que significa “la administración pública en el siglo XXI”. Habrá que agregar que ese ponerse al corriente no puede implicar abandonar ciertos principios de izquierda y abrazar de forma acrítica y pragmática formas de gobierno que tienen como inamovibles los principios del credo neoliberal, pues el gobierno no es un fin en sí mismo, sino apenas un medio para realizar dichos principios. El profesor Roth tiene razón cuando dice que la buena gestión de ciudades grandes, como Bogotá, puede ser un trampolín para competir con más herramientas por el gobierno nacional. Pero me parece un poco desafortunada la comparación con ciertos casos europeos, donde tales experiencias han sido exitosas pero al costo de que los gobiernos de la “izquierda” no se distingan de los gobiernos neoliberalesiii.
El caso Petro muestra que existe una tensión muy compleja entre la gobernabilidad y la promoción de los cambios. La gobernabilidad depende de la eficacia y la legitimidad del gobierno, no hay fórmulas universales para conseguirla y en países como Colombia el problema se torna más complejo debido al considerable poder que ostentan los monopolios mediáticos para legitimar y deslegitimar. ¿Es posible obtener gobernabilidad y al mismo tiempo apostar por cambios que definitivamente desagraden a distintos actores del sistema político?, en otras palabras, ¿hasta dónde es posible privilegiar la pragmática de las alianzas y componendas con la realización de los principios?
Al igual que la pregunta por el gobierno, estas cuestiones demandan una discusión en el seno de la izquierda. Sean cuales fueren las respuestas, tanto la legitimidad como la eficacia de un gobierno de izquierda depende, en primer lugar, de que la izquierda esté unida. Quizá esa es otra de las lecciones del caso en cuestión. Por eso, la crítica constructiva no debería recaer sólo en Petro.
*Tomado de Palabras al Margen.