La tirada de piedras a una tanqueta de la policía es el deporte extremo de los estudiantes pobres. Lo sé porque lo viví, porque me encapuché alguna vez y me mojé el rostro con leche para atenuar el ardor de los gases lacrimógenos. Creíamos que con quemar un cajero electrónico o saquear bienestar universitario para empacharnos de Milo y bananos hacíamos un mejor país. Era un idiota y no lo sabía.
Unos pocos capuchos que tropelearon conmigo ahora tienen Audis y trabajan para multinacionales. Andan con hijos y con mujeres siliconeadas. Otros tantos fueron apretados por el abrazo del bazuco y hace poco, que volví a la UIS, vi a varios de ellos intentando en vano terminar sus carreras veinte años después de haberlas comenzado.
Aunque atesoro anécdotas maravillosas de esa época, no me genera ningún orgullo haber sido capucho. Uno no se da cuenta lo inútil que es explotar una papa bomba hasta que sale de la universidad o se vuela una mano. Esta retahíla la traigo a raíz de un artículo que escribí esta semana sobre la labor que está haciendo Adolfo León Atehortúa en la Universidad Pedagógica. Quedé tan impresionado al conocer a este rector que mi editora me regañó, ya que creía que yo estaba haciendo un publirreportaje. Me dio rabia la llamada que recibí, desde las directivas de la universidad, un día después de haber sido publicada la nota. Me pedían que por favor cambiara el título El rector que desarmó a los capuchos de la Pedagógica porque temían retaliaciones por parte de los grupos estudiantiles clandestinos. Al parecer, los muchachos se sienten desafiados y creen haber perdido peso político porque no han vuelto a practicar el milenario arte del vandalismo. En vez de celebrar uno de los acuerdos más importantes que se han hecho en los últimos treinta años de universidad pública, los revoltosos estaban locos por volver a rayar las paredes, a romper vidrios, a descalabrar a los demonios que se visten de Esmad.
Responder con violencia a la mano tendida que les está ofreciendo Atehortúa justificaría la represión que rectores como los de la Nacional, UIS o Universidad de Antioquia suelen practicar con el estudiantado. Hacer una revuelta en estos momentos en donde la Pedagógica ha dejado de ser una olla para transformarse en una universidad, es darle la razón a las estúpidas propuestas de Pacho Santos de sacarle con electroshocks el vago comunismo que profesan.
La marca de un universitario debe ser su inconformismo. Uno de los cánceres de la educación colombiana es que precisamente el modelo neoliberal de enseñanza ha acabado con la curiosidad, con las inquietudes y los han adormecido con el opio que destilan sus cacrecas clases. Un estudiante está en la obligación de cuestionarlo todo. Un verdadero revolucionario plantea propuestas, y si estas no han sido escuchadas, si el amo manda sus perros para acallar los gritos de cambio, entonces sí se debe hacer una demostración de fuerza, entonces sí se debe salir a la calle a exigir lo que las élites les han negado al más pobre: una enseñanza de calidad, humana y gratuita.
Planear una protesta porque se sienten ofendidos por un titular en un portal de internet pone en evidencia el estúpido ego de estos seudomarxistas que en su afán de capar clase, de levantarse a la peladita que apenas empieza a balbucear El manifiesto comunista, son capaces de incendiar autos, de romper ventanas y de volear papas explosivas a humildes pelados que, por culpa de la inequidad de este país, no pudieron estudiar y les tocó ponerse un uniforme de la policía.