La estructura moral de la política

La estructura moral de la política

El cambio social exige reformular la praxis ejercida por todas las vertientes de pensamiento en el poder. No podemos reducir la corrupción a sus justas proporciones

Por: Julián Solano - Giovani Casas
abril 22, 2019
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La estructura moral de la política
Foto: Pixabay

Max Weber en su texto clásico La política como vocación argumentaba cómo el ejercicio político se debe llevar a cabo aunando una "ética de convicción moral" con una "ética de responsabilidad". Bien desempeñado, según el autor alemán, el ejercicio político debe fundamentarse en valores y principios inquebrantables orientados por la honestidad y la búsqueda del bien común.

La política, entendida como profesión, debe estar orientada por una vocación de servicio a la comunidad, no por la búsqueda del interés particular. Cuando se impone el primer sentido, señala Weber, se vive para la política. Cuando se actúa a partir de la segunda motivación, se vive de la política. La segunda connotación es la que parece ganar cada vez más peso en nuestro medio, pues el espacio de la administración pública fue convertido en una empresa privada organizada alrededor de la obtención de lucro individual.

El paisaje político y cultural nacional —para que el desencanto no sea global— desdice cualquier fundamento de la ética del bien común. Los recursos públicos no son sagrados, invirtiendo el sentido de una expresión muy popular en los tiempos actuales. Como guion interminable, en Colombia se escriben más columnas de opinión con temas de corrupción que cualquier otro asunto más esperanzador, lúdico o formativo. Surreal casi.

La pasada consulta anticorrupción, un paño de agua tibia creado recientemente para afrontar este mal, tampoco funcionó. La confusión moral de los colombianos impidió el ascenso de la consulta como obligación de ley, y aunque el gobierno mostró compromiso para sacar adelante la iniciativa, el entusiasmo y la "voluntad política" fueron amor de un día.

Los medios de comunicación de masas mucho menos aportan en el propósito de construir una ética de la responsabilidad en la administración pública. Son tribunas ideológicas organizadas con criterios empresariales. La producción y consumo de información sigue una pavorosa lógica de manipulación mediática, demagogia discursiva y corrosión del lenguaje con sobretonos de violencia: “plomo es lo que hay, plomo es lo que viene”; “le doy en la cara marica”; “masacre con criterio social”, elementos insertos en las relaciones estado-política-mercado.

¿Qué camino hemos seguido hasta alcanzar este estado de cosas? La respuesta es compleja y requeriría construir una genealogía de poder político en Colombia o tal vez realizar una arqueología de la privatización del poder.

El clientelismo y la corrupción son males endémicos en nuestro país. Y no se vislumbra medicina alguna para este cáncer extendido en el seno de nuestras instituciones. Solo otro fenómeno con similares nefastas consecuencias siguió la misma lógica de acción: el narcotráfico.

Ese poderoso combustible de la política terminó con la vida del abogado Rodrigo Lara Bonilla, Ministro de Justicia de Belisario Betancur, el 30 de abril de 1984. El hecho marca el inicio de una época violenta direccionada por los principales capos, abiertamente declarados en guerra contra el estado colombiano.

Entonces se hablaba de una progresiva y rápida infiltración de la mafia en las estructuras del estado. No existía poder de contención alguno en la agitada década de los 90. El poder de los carteles había penetrado todas las instituciones por medio de la violencia y la connivencia. Años difíciles que significaron miles de vidas y efectos irreparables en la sociedad colombiana.

El lastre de la corrupción, a diferencia del narcotráfico, no solo penetró el estado y sus instituciones, sino que se convirtió en el sistema regulador de las relaciones socio-políticas en todos los niveles. Se instaló como la estructura moral de la política.

Los antivalores que componen esa estructura y fundamentan el ejercicio político como profesión en Colombia, son los que dan vida y legitiman el tráfico de influencias, pago de favores políticos, intercambio de coimas, sobre facturación, tolerancia con “delitos menores" y sobornos. Todas, prácticas comunes para acceder y mantenerse en el poder.

Cuando Turbay Ayala se refería a “reducir la corrupción a sus justas proporciones" lo hacía dentro de ese régimen de complicidades denunciado por Álvaro Gómez Hurtado, otra víctima del narcotráfico en el año 1995.

“El que la hace la paga”, reciente lugar común con el que se pretendió superar la página de la corrupción, es solo eso: un lugar común asfixiado en hechos que se repiten y reproducen en todos los campos sociales. Por eso, el cambio social exige reformular la praxis política ejercida por todas las vertientes de pensamiento en el poder. No podemos reducir la corrupción a sus justas proporciones. La corrupción no puede seguir siendo la estructura moral de la política.

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