La pregunta es pertinente ahora que están celebrando los primeros cien días del gobierno de Uribe-Duque, caracterizado por la falta de una brújula que le señale un norte político, económico y social, en medio de un mar embravecido de contradicciones irresolutas, que hace imposible quedar bien al mismo tiempo con la clase dominante y con las mayorías populares.
Es indiscutible que el elemento central de la coyuntura lo constituye la crisis fiscal y los escándalos de corrupción del Fiscal General de la Nación y del Ministro de Hacienda, en una nueva etapa de la vida nacional atravesada por la implementación de los Acuerdos de La Habana, el retorno al Gobierno de la derecha uribista, y el resurgimiento de la lucha popular en sus distintas modalidades urbanas.
Estos elementos están marcando la coyuntura y van a ser determinantes en los futuros desarrollos políticos del país. En lo que se refiere al nuevo gobierno todo está indicando su improvisación como si estuviera dando palos de ciego con las incongruencias del presidente, de los ministros, de los parlamentarios afectos al régimen, y del mismo el jefe del partido de gobierno.
El presidente corre como un bombero por todo el país tratando de apagar los incendios en las regiones con un lenguaje de amigable componedor que no logra ocultar la profunda crisis del sistema por más vueltas y revueltas que le dé al asunto en su sombrero de mago prestidigitador.
Lo primero que hizo frente a la queja por la venta de estupefacientes en los colegios, fue expedir un decreto policivo por medio del cual se decomisa la dosis personal de marihuana, como si fuera el remedio para la solución del problema, en una clara demostración de su habilidad para calmar la algarabía de los protestantes ingenuos.
Luego, en un alarde temerario de abanderado contra la corrupción, se cobijó con la bandera de los 12 millones de votos de la consulta anticorrupción, prometiendo presentar los proyectos de ley a la “Mesa Técnica” de concertación, para acabar con el cáncer que ha hecho metástasis en todos los niveles del Estado, utilizando el “imperio de la ley”, el emprendimiento de la “economía naranja”, y la creación de empleos con la rebaja de impuestos a las multinacionales y a los empresarios del país; “menos impuestos y más empleos”; leyes que, entre otras cosas, ya están haciendo agua en el Congreso de la República. ¿Dónde irán a parar los 12 millones de votos de la consulta anticorrupción?
Para corroborar su carácter conciliador, el presidente nombró al exprocurador Ordóñez, embajador en la OEA, a la pastora protestante embajadora en Italia, y al inefable Pachito Santos embajador en EE. UU., haciendo gala de tolerancia y comprensión con las debilidades humanas.
Pero donde más ha brillado su “independencia” como gobernante ha sido en la defensa de su ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, personaje duramente cuestionado por el tráfico de influencias con los bonos del agua para los municipios, que supo aprovechar para su beneficio personal, después de que fuera ministro de Hacienda en el primer gobierno de Álvaro Uribe, y que ahora tiene a los sectores pobres y a la clase media clavados con su proyecto de reforma tributaria, hábilmente disfrazada de ley financiamiento, que impone el IVA el en la canasta familiar para la gente de más bajos ingresos, si es que aceptamos que los pobres de este país todavía tienen la forma de sobrevivir con su “canasta familiar” en medio esta situación calamitosa.
Además, le tocó enfrentar la crisis financiera de las universidades públicas con propuestas paliativas y demagógicas que no resuelven el problema de fondo, sino que distraen la atención de la educación pública, apostándole a la educación privada de las multinacionales para la formación de técnicos que le administren sus mercados, para asegurar las ganancias multimillonarias de su modelo de acumulación neoliberal, como pasó con el programa Ser Pilo Paga.
El proyecto de reforma a la justicia está en cuidados intensivos; la reforma de la salud continúa gravemente enferma; las 16 circunscripciones territoriales especiales de paz fueron hundidas en el Congreso; la reforma electoral está caminando en muletas; la Justicia Especial para la Paz resiste la conspiración del fiscal y de la ultraderecha del Centro Democrático, y la sustitución de cultivos ilícitos con programas de desarrollo alternativo para los campesinos, se ahoga en un mar de sangre con la guerra de los narcotraficantes y la fumigación con glifosato.
Lo anterior, de tal manera que los cien primeros días del presidente de los gremios económicos, del imperialismo y del colonialismo norteamericano (27% de favorabilidad) están trazando las líneas gruesas de lo que serán estos cuatro años de gobierno de la derecha: más carestía, más violencia, más corrupción y más zanahoria y garrote para el pueblo colombiano.
La clase dominante no quiere entender que estamos en una nueva situación política, caracterizada por los acuerdos de La Habana para la terminación del conflicto armado y la creación de una paz estable y duradera; que los de arriba ya no pueden seguir gobernando como antes y que los de abajo ya no quieren seguir gobernados por los mismos con las mismas; que el paso de la lucha armada a la real apertura democrática no se logra tratando de atenuar los efectos, sino resolviendo las causas de fondo que hacen posible la crisis del sistema político, dejando libre los espacios para la violencia de los grandes narcotraficantes y paramilitares.
Así las cosas ya es hora de que el movimiento popular asuma su protagonismo con una clara estrategia de unidad, para poder enfrentar a la derecha uribista que ha conquistado de nuevo el poder del Estado.
No queda entonces más camino que la unidad en torno a los elementos fundamentales de un programa democrático, que en este caso, tienen que ver principalmente con la reforma política electoral para crear los espacios, las instituciones, las garantías y los derechos que hagan posible la participación de las mayorías populares, excluidas y marginadas de la política y de la economía.
La izquierda colombiana tiene que entender que el eslabón fundamental de la cadena para poder resolver la profunda crisis política, económica y social, está en la reforma política-electoral; solo conquistando los espacios para la participación de las mayorías se puede avanzar en las verdaderas reformas democráticas que necesita el pueblo colombiano, que a la vez están relacionadas con los Acuerdos de la Habana, y con la conquista de un nuevo poder democrático y popular.
Las últimas movilizaciones de estudiantes y profesores en demanda de financiación para la educación pública, es una muestra de la madurez política que ha venido alcanzado el movimiento social y político, de tal manera que lo que está en juego ahora es unir las inconformidades, las rebeldías, las protestas y manifestaciones de los sectores en conflicto, priorizando los objetivos de un programa que pueda unir y movilizar la voluntad ciudadana, en estrecha relación con la importancia de un nuevo poder democrático y popular.
La ampliación y profundización de la crisis del modelo de acumulación capitalista neoliberal continuará adelante ampliando la base social de la inconformidad popular, ante lo cual los sectores democráticos y progresistas tienen la obligación de acudir a la estrategia de la unidad de acción para enfrentar el gobierno de la derecha uribista, y asegurar un cambio democrático en las próximas elecciones presidenciales.
Las coincidencias programáticas en el campo popular hacen posible esta unidad de acción en la fracción parlamentaria de la izquierda, que bien conducida, podría reflejarse en la unidad de la lucha de masas en todo el territorio nacional, es decir, la posibilidad real de unir a los sectores populares y a sus vanguardias políticas en torno a un programa mínimo que contenga como elementos indispensables, la defensa de los acuerdos de La Habana; por una política de paz que sea de Estado; la vigencia de la Justicia Especial para la Paz (JEP); la no intervención en los asuntos internos de los países hermanos; la convergencia parlamentaria de los sectores alternativos en unidad de acción con la lucha de masas; cohesionar en un solo haz de fuerzas los objetivos sindicales, sociales, rurales, urbanos, educativos, regionales, campesinos, etnosociales, indígenas, afrodescendientes, para una sola movilización social popular que tenga como objetivo inicial la protesta cívica nacional que vaya abriendo el camino a una asamblea nacional constituyente para llegar a un gobierno democrático y popular.
Hay que insistir en que el elemento estratégico fundamental está en una verdadera reforma política que le entregue instrumentos al movimiento popular para construir, ampliar y profundizar los espacios de la democracia; hay que trabajar la unidad de la izquierda sobre la base de una reforma electoral vinculada al proyecto de una paz democrática con justicia social.
Sabemos de las dificultades que presenta la actual correlación de fuerzas, pero si tenemos la audacia y la iniciativa para saber aprovechar la coyuntura política y si sabemos hacer una lectura correcta del ambiente político podremos generar un proyecto democrático de sociedad y de país que no solamente toque los aspectos políticos sino que tenga en cuenta también los factores económicos y sociales, que necesariamente van a requerir de los espacios democráticos para que las mayorías puedan ejercer sus derechos.
En este sentido el punto 2 de los acuerdos de La Habana sobre la participación política, sigue siendo un referente fundamental para avanzar en una reforma política-electoral. El logro del Estatuto de la Oposición como resultado del esfuerzo de la izquierda, de los acuerdos de la Habana y de los amigos y aliados de la paz; el derecho a las coaliciones de los grupos minoritarios en las listas a las corporaciones públicas, constituyen elementos importantes para la convergencia política, la unidad programática y la construcción del Frente Amplio Democrático.
No obstante los avances del Estatuto de la Oposición, permanecen como obstáculos la institución del umbral, la obtención de la personería jurídica mediante la acreditación de un número determinado de inscritos en unas planillas, el financiamiento indefinido de las campañas electorales, la discusión de listas cerradas o listas abiertas, y otros impedimentos que no dejan avanzar hacia la democratización electoral.
La cueva de ladrones de la corrupción está en el Congreso de la República por causa del sistema de elecciones, del régimen de los partidos, y del origen, estructura y conformación del Consejo Nacional Electoral, que no ha permitido la creación de una Corte Electoral independiente de los partidos tradicionales y de un sistema confiable y moderno para el voto obligatorio y digitalizado de los ciudadanos.
Por eso el tema del poder popular en las condiciones del “posconflicto” y de la estrategia política para lograrlo tiene que ver con el trabajo, desde ahora y desde las regiones, por un acuerdo de la izquierda sobre los puntos fundamentales para una reforma político-electoral, vinculada a la necesidad de un nuevo poder popular que le abra espacio a una paz democrática con justicia social.