La esquina detestable de la Navidad paisa
Opinión

La esquina detestable de la Navidad paisa

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enero 05, 2015
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La Navidad en Medellín tiene algunas peculiaridades que enamoran a propios y foráneos: una iluminación preciosa, un imbatible y unánime ambiente de fiesta, un entrañable apego a la familia y una innegable hospitalidad con el visitante.

Pero tiene también una arista que se profundiza con el paso de los años y que mortifica a los amargados como yo, incapaces de reconciliarse con los retrocesos en la convivencia ciudadana.

Durante la Navidad en Medellín, para quienes no lo sepan, se quema pólvora igual que se respira. Y no es la pirotecnia profesional que ilumina los cielos de otras muchísimas ciudades por estas épocas, sino la de tipo detonante, la que destroza el descanso, la que hace entrar en pánico a los animales, la que agrede al transeúnte desprevenido.
Y no se quema en los parques o en zonas abiertas. No. Se hace explotar en las esquinas de todos los barrios, en cualquier calle, a cualquier hora del día. Para el paisa promedio, si no explota, no vale.

Durante la Navidad en Medellín, se suspenden por una especie de acuerdo tácito enfermizo, los códigos de policía y de convivencia.
Cualquier persona se atribuye el derecho de cerrar una calle, instalar un par de carpas y bloquear la circulación de peatones y automóviles en nombre de las festividades. Las autoridades hacen caso omiso a los reclamos de los vecinos y estos terminan por venderse la imperdonable idea de que quien debería controlar el cumplimiento de las normas, no lo hace porque ha de encontrarse desbordado.

Durante la Navidad, en una detestable exhibición de decibles, Medellín es un solo parlante unánime e infernal que convierte la agradable música decembrina en un telón de fondo insoportable.
Para miles de personas, no existe Navidad sin la mudanza del equipo de sonido a la acera de la casa o sin convertir el volumen audible en puñal sonoro.
Durante la Navidad, en Medellín, los conductores estacionan sus autos donde se les antoja y los establecimientos comerciales invaden el espacio público de forma impune.
Durante Navidad, en Medellín, se suspenden de forma mágica los más elementales acuerdos de convivencia y se anula sin la más mínima posibilidad de apelación, el ya de por si frágil concepto de respeto por el vecino.
Son las épocas festivas el laboratorio perfecto para observar el verdadero espíritu de una sociedad, su médula comportamental, sus acuerdos colectivos.

Recuerdo con dulce envidia los Carnavales de Montevideo a los que tuve la oportunidad de asistir hace algunos años.
Miles de personas con el rostro pintado, abarrotando los escenarios para ver las tradicionales murgas uruguayas, en familia, festivos pero reposados, atentos al espectáculo pero eufóricos al terminar cada presentación. En una atmósfera de tambores y licor, pero sin agredir al otro, con espacio para la bacanal popular y para el descanso reposado.

Y bien. Tal vez no sea tan grave lo que ocurre en Medellín durante la Navidad.
Si la unanimidad rumbera es tal, yo simplemente pertenezco a un ínfimo grupo de misántropos acartonados que deben resignar sus nostalgias de respeto ante la aplastante decisión general.
Pero no puedo cerrar los ojos a lo que veo: los posiblemente bien intencionados señores maduros que queman petardos en la esquina de un barrio lo hacen porque les resulta agradable, pero no se preguntan ni por un segundo si a su vecino le parece igual, y si se lo preguntan, la respuesta en nada cambia su decisión de reventar el cielo con estallidos. La familia que saca su equipo de sonido a la calle y suena su música preferida a todo timbal, en nada se pregunta por el vecino enfermo, el anciano o el simple trabajador que necesita descansar. Y si se lo pregunta, mira para otro lado mientras le sube el volumen al último éxito de Jorge Celedón.

Terminan las fiestas y el sabor que me queda en la boca es profundamente amargo, no por el insomnio acumulado sino por el signo que entreveo, cada año de forma más palpable, detrás del modo de celebración de los paisas.
Veo a la Navidad de Medellín, a la forma de celebración de mis paisanos, como una muestra incontestable del más profundo cáncer de esta sociedad enferma: nuestra repulsiva forma de actuar sin preguntarnos por el otro. Y me cuesta imaginar un signo más ominoso para el futuro de un colectivo humano.

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