Acercarse a un fenómeno político de tan alto impacto dentro del quehacer democrático de los Estados, como lo es el establecimiento de una violencia político-electoral, parecería ser hoy uno de los principales temas dentro de la agenda literaria de los medios de comunicación del país. En vista de ello, la presente nota tiene la intención de alinearse junto a otras tantas y convertirse en un llamado de atención a la estructura institucional del Estado y a la mesura del discurso por parte de quienes representan una bandera política e ideológica. También, en un aviso a la participación activa de la ciudadanía para que en conjunto rechace todo acto de violencia en contra de un derecho de vital importancia para la democracia misma como lo es aquel que otorga el reconocimiento político a sus ciudadanos.
Así las cosas y en relación a lo anteriormente expuesto, vale la pena indicar que el abanico de posibles significaciones que se establecen en torno a la categoría de violencia deja entrever una multiplicidad de escenarios, prácticas y dinámicas que configuran esta categoría en particular; no obstante, existe un modelo conceptual que bien podría graficar la situación por la que atraviesa el horizonte político colombiano y es aquel que nos propone la socióloga Elsa Blair en algunos de sus títulos, en donde se describe a la violencia como aquel medio que hace uso de la fuerza de manera abierta o encubierta según el caso y cuya finalidad es la de obtener de un individuo o un grupo, una acción, una respuesta o un resultado que no se consciente de manera libre y espontánea. En igual orden de ideas, podría aducirse que esta concepción de la violencia dentro de un marco político-electoral, como el establecido a lo largo del país, es una carta abierta que avala la posibilidad de eliminar al adversario político, oculta el accionar del victimario y coarta el libre ejercicio de la actividad política.
Entre tanto, vale la pena indicar que la intencionalidad de la violencia político-electoral, representada en los 173 casos que constituyen alguna forma de accionar violento, según el tercer informe de la Fundación Paz y Reconciliación sobre la violencia electoral, permite inferir que la racionalización del accionar violento no es por demás un hecho aislado, sin conexión y finalidad política, sino que su predeterminación busca, entre otras, cooptar espacios institucionales, así como restar capacidad al principio activo de la ciudadanía y alejar a la misma del escenario público y de representatividad estatal. Aunado a ello, es importante señalar que los sectores políticos más afectados según el mismo informe, son la oposición y la coalición de gobierno, con un total de 52 y 36 víctimas respectivamente. Así pues, todas estas variables esbozan hasta la presente un panorama de deficiencia institucional frente al monopolio exclusivo de la fuerza y generan un sentimiento de orfandad y falta de direccionamiento estratégico por parte del Estado, y un vínculo inestable con otras instituciones para garantizar de manera eficiente,la participación política de los ciudadanos, más allá de lo procedimental y en concordancia con la realidad social que impera en cada uno de los territorios.
Del mismo modo, es pertinente destacar que los hechos de violencia político-electoral se vienen presentando en el 75% de los departamentos, y que de ellos siete concentran el 62% de estas acciones según la Fundación Paz y Reconciliación. De igual manera, y según alerta temprana No 035-19 de la Defensoría del Pueblo, en la actualidad existen 78 municipios con un riesgo extremo frente algún hecho de violencia asociada a lo político-electoral, sin contar los 176 y 164 que presenta un riesgo alto y medio para hechos de igual sentido. Por lo tanto, el concomitante marco contextual que va de la mano con la acción violenta devela que la configuración espacial producto de este tipo de fenómenos abarca buena parte del orden nacional y que junto a variables como la brecha social, la opacidad institucional y el afianzamiento de la criminalidad como estructura económica y armada permea la capacidad cívica de los ciudadanos, a la vez que agrieta la legitimidad propia del Estado.
Finamente, el condicionante contextual y los elementos que lo configuran se han convertido a lo largo de los años en Colombia en una variable que favorece la reproducción de conductas y formas de accionar que nos envuelven en una espiral de violencia y transgresiones permanentes, las cuales mutan con el tiempo y dan como resultado la exacerbación de patrones comportamentales que niegan la diferencia y pluralidad política, distorsionan el rol del adversario político y lo remplazan por la categoría del enemigo, disipan la construcción de identidad nacional, criminalizan la figura del otro, deforman el valor cívico de los ciudadanos y a la par dejan al descubierto las tantas promesas incumplidas de la democracia en un Estado como el nuestro.