Me levanté con grandes expectativas. La mañana era un poco opaca, sin embargo, presentía que el día iba a ser agradable. Para mí lo es cuando ni el sol te quema al punto de sentirse una flama hirviente ni cuando el agua te aísla del mundo e invade con su humedad tus emociones y sentidos. La humedad y el calor en exceso son una delicia solo cuando dos cuerpos se atraen mutuamente.
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Era una fecha anhelada por millones. Salir y acompañar el evento no solo era deseable en sí, más bien, sentía que era un deber. Los anhelos de que la hora llegara no había dejado que nuestra realidad se deformara, sin embargo, era un día extraño; un domingo que no parecía domingo, la verdad, no sé cara de qué tendría, ni de sábado, ni de martes, ni de jueves, era como si a la semana se hubiese adicionado uno nuevo, y sin embargo, era un “simple” domingo de calendario.
Tampoco este decía mucho, lo miraba, lo hurgaba intensamente y no encontraba en el número y el mes nada extraño, tal vez, lo diferente no era diferente… tal vez, era el nervio y el anhelo que, finalmente, me impactó psicológicamente.
A veces nos engañamos, no deseamos aceptar que algo muy en el fondo nos impresiona, nos toca, nos aminora, ese día como cada año se festejaba una fecha patria que para la mayoría de los colombianos nada significa, a pesar de que es una fecha fundacional supremamente importante para la existencia de este país.
Corremos en familia para llegar al Parque de los Periodistas de Bogotá. Mi esposa, mis niñas y yo, nos desplazamos esperando llegar a tiempo. Caminar y dar vueltas para llegar al sitio deseado fue un trajín algo incómodo; banderas, pitos, ornamentos que se vendían para la ocasión caracterizaban al colombiano que se gana la vida aprovechando el magno evento.
La vida es difícil, cómo no hacer valer ese momento para ganarse honestamente el “bitute”; a pesar de los costos un tris elevados, compramos; sentimos que algo se aportaba a la economía de personas “jodidas, rejodidas” como lo manifestase años atrás y con enfática rabia el maestro Eduardo Galeano en su poema Los Nadies.
No es menester describir cada paso que dimos para llegar a nuestro sitio. Lo que puedo certificar es que a medida que avanzaba, me sentía un héroe cumpliendo con el deber de acompañar el evento final, que era en realidad el inicio de una gesta que se había logrado con mucho sacrificio y denodada decisión.
Eran miles los que se encontraban marchando al lado mío y de mi familia. Todos estábamos conectados a pesar de no conocernos. Era una cuestión orgánica, parecía que algo nos unía, una especie de adhesivo nos aglutinaba. Lo tenía claro, no importaba quien fueras ni qué imagen externa mostrabas, sabía que en el interior de cada uno estaba el lazo que nos acercaba. Irremediablemente nos encontrábamos y sonreíamos así no nos habláramos.
Una especie de íntima conexión había entre las multitudes, todas ellas plurales y diversas. Me sentía parte de una gran utopía a punto de realizar. Era un día, tal cual, muy diferente a pesar de quererlo pasar por normal, al fin y al cabo, cuando he estado entre multitudes, ha sido para manifestar desacuerdos ante el poder represivo; ese día era todo lo contrario, era la multitud que ayer manifestante, hoy era fervorosa. Si ayer la ira y el dolor eran protagonistas, el día que describo era festividad y esperanza.
Las ciudadanías libres lo habían logrado. Se había vencido de manera implacable e impecable al represor. Todos lo sabíamos y saberlo había llevado a lograr demostrar esa nueva actitud floreciente.
Todos nos sentíamos vencedores: ¡el Paso de Vencedores! o el “Rondón no ha peleado todavía” se dibujaba en el orgullo de la batalla por la paz y la democracia. Millones fuimos lanceros, uno de ellos hacía el papel del guariqueño y el concepcionino. La batalla estaba finiquitada, o al menos, se aseguraba la posibilidad de que todos hubiésemos sobrevivido para contar cómo se logró la gesta.
En medio de la bullosa animosidad, la Espada de la Dignidad, por fin fue arrebatada al cínico que, con un acto infantil y bochornoso, prohibía que el Arma de la Libertad fuese expuesta ante su dueño verdadero, El Pueblo Soberano. En la personalidad de quien da la orden de traerla al sitio del magno evento, los espíritus de Rondón y Córdova se levantaron para exigir la presencia del sacro objeto.
Un Bolívar contempla su acto, escucha su voz y ordena en nombre del poder que el Pueblo con su sagrada voluntad ha depositado en él como nuevo gobernante. El Símbolo eximio cobró gran valor en el evento, producto de la prohibición del saliente inquilino de la Casa de Nariño y de la desautorización del Nuevo, el digno representante de los Nadies.
Todo fue el Símbolo, alrededor de su majestuosidad, los gobernantes latinoamericanos se pusieron de pie exceptuando el Rey descendiente del Borbón que ha perdido un mundo a manos de miles de hombres destinados a liberarse del peninsular. No se critica, muy al contrario, merece un aplauso, ha sido fiel a sus ancestros, sus ansias de emperador decadente lo domeñan, no es equivalente al despreciable “¡Por qué no te callas!” de su caduco y corrupto progenitor.
Y aunque sabe el reyecito claramente que, esa espada empuñada por un español-americano hizo justicia sabia, también sabe que es él descendiente de los vencidos, de aquellos a quien le tumbaron la gorra en un juego de la pelota, el depositario de la lealtad de su Reino, el que, desde Felipe V, allá en el remoto 1700, puso a la Familia Borbón al frente de la España Imperial.
Acoto que, el escándalo mediático surgido en la Península, y que acusa a Felipe de no ponerse de pie ante la Espada Lúcida de Bolívar, si bien no es intrascendente como lo ha manifestado Ione Belarra de PODEMOS al igual que otros líderes del gobierno y de la oposición española, simbólicamente, SÍ tiene un importante significado, aunque, no puede pasarse por agravio del monarca español.
Dejemos el suceso, si acaso lo fue, para la anécdota. El día ha seguido tal cual, y el pueblo, a nivel general, ha pasado por inadvertida la situación. Dicha anécdota queda para los cositeros y la prensa amarillista de la España que ama farandulear con la Familia Real, en mi patria, la fiesta no se ha aguado.
Los colores que emergieron en el ambiente, la dulce melodía de Teresita Gómez interpretando el piano de memoria un maravilloso pasillo ecuatoriano, la voz brillante y pulcra de la soprano Betty Garcés, la presencia hermosa de Francia Márquez, Verónica Alcocer, Sofía Petro, un matriarcado opacando un poco a los hombres del evento.
Las fascinantes palabras de Roy Barreras y el aplauso majestuoso de las ciudadanías libres, dejaron para la posteridad, un acontecimiento que nadie podrá borrar de los anaqueles de la historia. El ascenso al poder de un hombre majestuoso y lleno de bríos y amor por los más humildes: Gustavo Petro Urrego. El alma de Colombia recobró su dignidad, perdida y mancillada durante cuatro largos años con la infantil y pueril presencia del gobernante saliente.
La fiesta está en pleno furor. Mi niña de ocho años ha bautizado dos árboles de la plaza, a uno le llamó Petrico y al otros Francita. El fervor se siente incluso en nuestros peques, y mi bebé, de apenas once meses, aplaude ante la animosidad de la gente.
Ha terminado el evento. Las energías expelidas, quedan sembradas en el aire capitalino. El pueblo vuelve a su normal tranquilidad, sabiendo que estaremos en buenas manos. Solo se pide al nuevo Inquilino de Casa de Nariño, que no defraude ni elimine la esperanza por un país mejor, porque de hacerlo, quedará hundida su fe en un pozo sin fondo; y si no son Petro y Francia los grandes luchadores de siempre quienes lleven a Colombia por senda de paz, justicia social y progreso ¿Quién entonces?
Mi esposa, mis hijas y yo, dormimos tranquilos. El día se termina y uno nuevo inicia. En buenas manos estamos. Orgullosos de ayudar a hacer la historia ¿Qué más se puede pedir, si, en síntesis, ese fue el día en que la Espada quedó en manos del pueblo, su verdadero dueño?