Difícil separarse del fútbol, hacerlo equivale a sentirse fuera del universo, permanecer arrinconado en las graderías de la indiferencia, cuando la pasión colectiva se apodera de las muchedumbres que le rinden devoción a la esfera mágica que suscita pasión, angustia, delirio rayano en la locura, frustración y silencio impresionantes, como si se tratara de un místico ritual.
Gabriel García Márquez nos ofrece una interpretación espléndida sobre la sensibilidad que disfrutan los idólatras del fútbol, reivindicando la personalidad y el afecto militante de los adictos al juego más admirable del mundo.
“No creo haber perdido nada con este irrevocable ingreso que hoy hago públicamente a la santa hermandad de los hinchas. Lo único que deseo, ahora, es convertir a alguien”.
Y nada más categórico que su declaración, porque los hinchas conforman cofradías que actúa con espíritu de fidelidad, comparten la memoria histórica de sus equipos y obran como entrañables legionarios de una cruzada universal.
Los hinchas duermen con los guayos puestos. Nunca se quitan la camiseta. La visten simbólicamente cuando intervienen en las querellas que atenten contra su divisa.
Y para ser miembro de la “santa hermandad de los hinchas” no se necesita conocer la épica del fútbol, solo basta tener disposición emocional para sumergirse en la camaradería y brindarle apoyo incondicional al equipo venerado.
Se trata de coincidir con someter al otro, de asestarle una derrota severa y puntillosa, o por lo menos redentora, en esa misión de vulnerar el arco del enemigo interno o externo, tras la búsqueda de los tantos necesarios que permitan acercarse a las estrellas, o de un empate decoroso que salve el orgullo de la colectividad.
¿Quién no ha visto o sentido en una gradería o frente a una pantalla de televisión el silencio quieto o convulso y esa simbiosis de sadomasoquismo, agitación, padecimiento, júbilo, debilidad y desafío, en defensa del equipo preferido?
Es allí, en las tribunas, en las salas colectivas o familiares, donde los espectadores actúan como agentes activos que, sorpresivamente, en un proceso de transvaloración nietzsheano, rompen la contemplación tradicional y dan paso a la imaginación intrépida, donde parece que saltaran a la gramilla para sustituir a los jugadores que constituyen un riesgo para los sueños locales o del país nacional.
Como historia el fútbol también significa la configuración social del sentido de la vida humana en la época moderna, que ha hecho del binomio hincha-jugador un constructor de conciencia social deportiva, donde, sin embargo, no existen paradigmas que tracen diseños geométricos que permitan repetir en un estadio el instante orgásmico de un gol.
Tiempo, apoyos, habilidades, ataques inesperados, manejo del espacio, penetración, engaño, sorpresas y confusión, velocidad, bizarría, certeza en el ataque, nacionalismo y poderosa estima personal influyen en la construcción de la arquitectura fantástica de un partido con rango mundial. Qué bueno fuera que nuestros jugadores leyeran El Arte de la Guerra de Sun Tzu.
Hasta los mitos y las religiones influyen en la mente de los hinchas y jugadores, deidades que se alistan en socorro y auxilio de los beligerantes, dioses que muchos hinchas llevan, al igual que algunos deportistas, como símbolos y figuras luminosas para proteger la sed de una pasión insaciable que, como el amor, se nutre de euforias, gozos, tedios, incertidumbres, deleites, miedos, rupturas, celos, locuras y victorias.
Y a los dioses, divinidades y chamanes que en su condición de aliados estratégicos son invitados a buscar el triunfo, se suma la deificación que los hinchas hacen de sus jugadores, lo que contribuye a exaltar, con el profesionalismo de los comentaristas y las valoraciones profanas, la imagen sublimada de los futbolistas.
Albert Camus, el formidable escritor que coadyuvó a desvelar la enajenación filosófica y social, no pudo sustraerse a los destellos de la locura que viven los hinchas: “Era por eso que quería tanto a mi equipo, no sólo por la alegría de la victoria cuando estaba combinada con la fatiga que sigue al esfuerzo, sino también por el estúpido deseo de llorar en las noches después de cada derrota”.
Pero no todo es subjetivo en el fútbol. No son suficientes las palabras de Antonio Gramsci, quien lo describió como “el reino de la lealtad humana al aire libre”, posiblemente cuando escribía “Papeles desde la Cárcel. Enormes son los poderes financieros. El pase de un astro, en ocasiones, hijo de la pobreza, cuesta millones de dólares después de un mundial.
Sin embargo, pese a todos los cuestionamientos y contratiempos allí está nuestro fútbol que, con imaginación, reflejos vertiginosos, geometría insólita, capacidad a prueba de fuego y suerte insana. Hasta pronto.
Artículo del Libro, en edición, Coordenadas Periodísticas, Editorial Popayán Positiva.