La Escuela de hoy: entre deseos y perversiones

La Escuela de hoy: entre deseos y perversiones

"Los alumnos se ven tristes, cariacontecidos, deprimidos y hasta resignados."

Por: Eduardo Menco González.
septiembre 16, 2014
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La Escuela de hoy: entre deseos y perversiones
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Del recuerdo cuando la escuela era como una casa

Tres elementos, al menos, permitieron establecer una relación aparentemente indisoluble entre escuela y hogar. El primero de ellos relacionado con el tiempo y la cantidad de semanas, meses y años que pasamos en nuestras instituciones educativas; el segundo elemento se refiere al papel formativo propio de la escuela como un espacio donde se potencializan las diversas dimensiones constitutivas de todo ser humano; y el tercer elemento está en directa relación con la tradición: se refiere a la herencia recibida desde finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX; tiempo en el que aparecen una serie de pedagogos preocupados por la educación de niños y jóvenes pobres; gracias a estos maestros la escuela no solo se convirtió en el lugar donde se iba a estudiar, sino que además era el ambiente en que se podía jugar, hacer amigos, rezar, compartir, y hasta vivir.

Con el transcurrir de los años, a pesar que la educación se convirtiera en el aparato ideológico de los Estados, las instituciones educativas efectivamente se transformaron en el segundo hogar de cuantos eran sus estudiantes. Los maestros eran considerados como los segundos padres; los compañeros como los otros hermanos no obstante las diferencias; las maestras como madres o tías; y, en no pocas ocasiones, para muchos alumnos era mejor estar en la escuela o ambiente escolar que en sus propios hogares compartiendo con sus propias familias.

Pasó el tiempo como es natural, y con él se dieron los respectivos cambios sociales; muchos de ellos afectaron directamente la cotidianidad, las costumbres y los valores que en otrora salvaguardaban la vida recta y los principios que determinaban los comportamientos en los diversos escenarios sociales. Se transformó la sociedad y con ella cambió la manera de comprender las relaciones humanas; se pasó de unas relaciones muy verticales a unas más horizontales donde el diálogo aparecía como el elemento sospechoso; los medios de comunicación social y la floreciente tecnología invadieron de tal manera nuestras formas de ser que los tiempos sagrados, los lugares obligados, los tratos esperados, las palabras oportunas y sobre todo las cosas del alma se transformaron de una manera casi incontrolada.

Con los cambios vinieron los lamentos, y un gran sentimiento de añoranza. Las frases “todo tiempo pasado fue mejor” - “se perdieron los valores” junto con las grandes brechas generacionales se convirtieron en las notas de una pieza musical de nunca acabar, y de poco reconocer objetivamente que las cosas nunca son para siempre. La escuela empezó a vislumbrarse como una de las responsables, cuando no la culpable de una inevitable y triste realidad. La sociedad le reclamó a la academia, y ésta a su vez a aquella, y el hogar – familia a las dos anteriores. Y como si se tratara de un asunto de nunca acabar aún seguimos en la eterna discusión de saber realmente qué nos sucedió; qué le pasó al mundo; en qué momento perdimos el control de nuestras vidas; qué pudo haber sucedido con aquellas fuertes y sólidas instituciones sociales que hoy parecen “personajes de circo” cual neófitos acróbatas a punto de caer.

La crisis de la institucionalidad

Como consecuencia, nuestra cultura abrió paso a una nueva cosmovisión o forma de entender el mundo: la del individuo protagonista y libre de su propio destino. El tiempo de la sumisión y el control quedó atrás, y se abrió camino a una novedosa racionalidad que aún sigue siendo vista de manera extraña y dudosa. Las normas, las reglas, las ordenes y una inquebrantable disciplina en todos los aspectos poco a poco se convirtieron en cosas del pasado.

La crisis permeó todo lo institucional; la iglesia con sus curas, empezó a perder terreno, autoridad, credibilidad y fieles por doquier; las nuevas formas de familia desplazaron al modelo tradicional familiar; el Estado y sus gobiernos de turno se sintieron amenazados por la democracia; lo privado pasó a ser público y viceversa; la escuela dejó de cumplir su misión para abrirle camino a un exagerado y mal enfocado tecnicismo; el matrimonio tambaleó ante la presencia real de las nuevas maneras de relación; el docente, el sacerdote, el médico y el político dejaron de ser los semidioses para convertirse en unos simples mortales como los demás; la autoridad de padres y madres pasó de la obediencia a la concertación; y, como si fuera poco, la muerte se convirtió en cultura, y la guerra nos hizo insensibles e indiferentes. De aquello estable y seguro, poco o nada queda.

El desajuste de las instituciones trajo consigo una serie de situaciones que reconfiguraron el escenario de vida en todos los aspectos. Una pugna entre el pasado y el presente, mediado por lo tecnológico y avalado por los apegos inconscientes, es el ambiente en el cual precisamente nos movemos y existimos. Ambiente que aún guarda una esperanza de creer que solo la educación recibida en casa y en la escuela es la única capaz de darle un verdadero sentido a la existencia humana, de retomar el camino perdido o de conjugar novedosamente el antes con el hoy para recrear un mañana mejor que parece imposible.

La Escuela de hoy

El desdibujamiento de la escuela y del hogar como dos las grandes instituciones sociales son el reflejo más fehaciente de un mundo en crisis. A la primera la reconocemos actual y normalmente como una estructura física cuyo tamaño está determinado por el número de estudiantes que a ella asiste. En algunas ciudades les han dado el nombre de “Mega Colegios”, sin embargo la grandeza por la cual a veces son reconocidos está relacionada con algún escándalo financiero o administrativo. Muchos de ellos son verdaderas obras arquitectónicas dotadas al parecer de todas las herramientas necesarias con el fin que los alumnos tengan las condiciones para ser excelentes. En otras ciudades la tendencia es que sea campestre y bilingüe (ya se habla incluso de trilingüe), por aquello de la educación ambiental y global, y en sintonía con los más altos estándares del mundo contemporáneo. La tendencia actual es conseguir a cualquier precio la famosa certificación de calidad por parte de una empresa reconocida a nivel nacional o internacional; de esta manera se garantiza que existan procesos de calidad que les permitan ser vistos como los mejores, y de paso tener la posibilidad de cobrar un poco más en el caso del sector privado. Aunque parezca mentira, sirven incluso para dividir la sociedad, pues dependiendo quién o quiénes estudian en ella, de igual modo se puede determinar tanto el estrato social como la calidad de la misma.

No es exagerado afirmar que algunos directivos docentes son considerados como los administradores de dichos planteles en el sentido más empresarial del término: un lugar donde se invierte y de igual forma se produce; en el caso del sector público el producto debe ser el conocimiento, y en el privado (en manos de la Iglesia la mayoría) la producción pasa por el signo pesos disfrazado con las expresiones “sin ánimo de lucro” y formación integral. Así, hablar de Escuela se equipara a una factoría donde existen unos obreros mal pagos, unos clientes a veces mal tratados y unos productos finales de muy baja calidad. Una gran empresa que busca la satisfacción de sus clientes, y posicionarse en un mercado capitalista, competitivo, politizado y malvadamente moralista.

Esta Escuela desvirtuada en nada se parece al segundo hogar que desearían los niños, niñas y jóvenes encontrar, porque además de las situaciones descritas anteriormente, a ellos les corresponde vivir una serie de realidades que poco contribuyen a que sea vista y asumida como un espacio confortable y placentero, como un lugar donde la acogida sea la nota predominante y el afecto el común denominador.

Cansados de unas relaciones tiranas, egocéntricas, competitivas y de rivalidad son protagonistas y testigos de los permanentes matoneos que pululan como “pan de cada día”. A sus docentes, quienes a diario realizan cuanto sea necesario para hacer llamativas sus clases y hacer sentir a gusto a sus alumnos, no los ven como un grupo de hombres y mujeres dignos de seguir o imitar, pues saben que la labor docente desde hace bastante tiempo viene en detrimento; los jóvenes no ven la docencia como una opción de vida. Hacía los rectores o coordinadores asumen una actitud déspota y de falsa obediencia, quizás sobre la base que ellos representan una autoridad poco reconocida y amparada en un manual de convivencia que poco aporta para que aquel espacio les agrade. Más que ser un instrumento que facilite condiciones y permita oportunidades desde una perspectiva humana, el “famoso manual” es visto como el peor enemigo donde se amparan las instituciones para reprimir, controlar y castigar sin tener en cuenta que debe ser un instrumento que garantice el ejercicio pleno de los derechos. Lo más fácil es aplicarlo con todo rigor tal y cómo lo determina la ley, sin embargo lo realmente importante queda en un segundo o tercer plano.

Los alumnos se ven tristes, cariacontecidos, deprimidos y hasta resignados. Saben, con poco conocimiento, que desde hace un buen tiempo la escuela dejó de ser atractiva para convertirse en un criadero de resentidos y autómatas castrados en sus más nobles aptitudes y cualidades; y aunque muchos de nosotros hoy recordamos con cierto agrado aquellas épocas de colegio, no olvidamos que no veíamos la hora de salir pronto de aquel lugar.

Algunas situaciones más graves como los acosos y abusos sexuales por parte de docentes y directivos (algunos presbíteros); la conformación de pandillas al interior de las mismas instituciones educativas; el expendio y consumo de sustancias alucinógenas por alumnos; la prostitución juvenil de algunas estudiantes; el exagerado nivel de matoneo real y virtual entre miembros de la comunidad educativa; los no pocos casos de exclusión y discriminación que se dan en algunos colegios; la ciberpornografía como fenómeno que cada día toma más fuerza; los ocasionales suicidios junto con la identificación de un sinnúmero de trastornos emocionales y afectivos hacen parte de la gran descomposición que atraviesa nuestro mundo escolar, quedando en evidencia que aquel espacio que un día fue valorado como “la segunda casa”, hoy se observe con el mayor grado de reserva y desconfianza posibles.

Existen políticas públicas nacionales, regionales y locales para hacer de la educación una realidad de calidad, para posicionar a nuestras instituciones educativas en los más altos niveles, para iniciar procesos de mejoramiento continuo con el fin de obtener altos resultados en pruebas propias y foráneas; sin embargo una política que contribuya a mejorar el ambiente escolar, a promover una verdadera dinámica de respeto por los derechos humanos, a permitirle de verdad que los alumnos se sientan reconocidos como sujetos de derecho y personas dignas, a construir unos permanentes laboratorios de convivencia donde se aprenda a reconocerse asimismo y al otro como importante y esencial, a formarse en la manera de conjugar valores antiguos y nuevos en pro de una cultura de la tolerancia y el reconocimiento, a construir lo más participativamente posible acuerdos y manuales que garanticen mayor armonía, a respetar la individualidad en términos de aptitudes y cualidades, a desterrar cualquier tipo de estructura oligarca y autoritaria que en nada favorece a una relaciones afables. Tal vez de esta manera podamos volver a sentir que estar o regresar al colegio es sentirnos como en nuestro hogar, no importa con quién vivamos o quiénes sean nuestros padres.

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