Apreciadas y apreciados colegas:
Me dirijo a ustedes para manifestarles que leí con atención su Carta al presidente Gustavo Petro, y pese a estar de acuerdo con muchas de las ideas que allí se expresan y entender la pertinencia de los puntos que toca, encuentro que —tal como está planteada— se corre en ella el riesgo de dejar en el aire algunas ideas imprecisas o sin sustento suficiente, por lo que no pude —en toda conciencia— decidirme a suscribirla. Así pues, existen varias razones para ello, entre las cuales la primera es la necesidad de recordar que realmente el viceministro Jorge Zorro no está inventando nada allí, puesto que —junto con otras de similar misión— la Fundación Batuta existe desde hace mucho tiempo, y debo decir que —pese a que nunca trabajé con ella como para conocer a profundidad su funcionamiento interno— por sus resultados, de los que he conocido su alcance, siempre pensé que brinda un magnífico espacio de construcción social. Y esto, porque simplemente resulta innegable que la experiencia sinfónica tiene un impacto extraordinario en la imaginación y los procesos cognitivos de cualquier adolescente —con independencia de su estrato social o económico— y para comprobarlo basta con preguntárselo a cualquiera que la haya tenido.
Sin embargo, la carta por ustedes suscrita deja al respecto un vacío de ambigüedad que muy fácilmente —por inercia social— puede venir a llenarse con el deslizamiento de un prejuicio según el cual la orquesta sinfónica per se viene a ser “el malo de la película”, y este es un error que se debe evitar, ya que, por el contrario, es el bueno de tantas. Desde hace mucho tiempo, virtualmente todas las películas tienen —y van a tener— música sinfónica como uno de los elementos estructurales en la construcción de la narrativa cinematográfica, y nos referimos aquí a la producción de los cinco continentes y de todas las culturas. Por otra parte, la realidad es que muchísimos espacios —cada vez más— la requieren en la televisión, el teatro, y la “industria del espectáculo” —cantantes, superestrellas y demás— sin olvidar los juegos olímpicos y los grandes eventos religiosos, políticos y deportivos. El sonido sinfónico hace parte del imaginario humano y del futuro.
El problema entonces no es el formato orquestal, ya que desde la perspectiva de la conversión de los recursos económicos en recursos cognitivos y diversidad de espacios expresivos adquiridos por la comunidad, particularmente adolescente, de hecho resulta ser la mejor inversión, pensando en el futuro. Por eso pienso que —en consecuencia— el formato sinfónico debe ser asumido y articulado por el sistema escolar nacional con todas las fundaciones, ya que la puesta en marcha de una orquesta constituye por sí misma una escuela extraordinaria, porque establece naturalmente una metodología y crea procesos de aprendizaje de una diversidad y riqueza prodigiosas. Ahora, en ningún caso esa inversión debe ir en detrimento del cultivo y producción de músicas e instrumentos autóctonos o regionales, sino que —por el contrario— debe aportar en la creación de premios y estímulos para la composición de piezas que los incluyan como solistas, fomentar, proteger y difundir su práctica y saber tradicional, así como la investigación académica en torno suyo, y la apertura de espacios de fusión que los pongan en relieve y nos cuenten su historia.
Ahora, ustedes hablan de razones epistémicas, lo que sí es un tema de fondo. Y lo es porque de ningún modo podemos desconocer —tanto en el relato nacional como en el de la especie humana— el aporte de la Ilustración, la Enciclopedia y la Revolución Burguesa, que se origina en Francia pero estalla primero en los Estados Unidos, dejando como legado el proyecto de la democracia y la república moderna, junto con la primera formulación de los derechos humanos y la primera condena expresa a las ideas de imperio y de colonia. Duró poco, porque llegó Napoleón y triunfó el arribismo, pero había dejado clavado —como un escalador clava su pica— un clavo en la roca de la historia del que después la humanidad se descuelga dolorosamente muchos metros, pero estaba atada de allí. Tampoco podremos olvidar a Bolívar en nuestro relato nacional, y menos aceptar la infamia conceptual de equipararlo a Napoleón, era su opuesto ideológico. Se parecen sólo en las armas que tomaron. Pero en su época —quitada la nobleza del poder— el mundo entero caía en el arribismo, y aquí entramos en la historia de Colombia, donde también la humanidad sigue buscando su voz, y alcanza lentamente los metros perdidos. Y sin embargo, sabemos —fruto también de la globalización y el imperialismo que vino con la redondez de la tierra— que no es posible habitar fuera de la ley de gravitación universal formulada por Newton en algún lugar del cosmos, y sabemos que para bien o para mal —depende de nosotros— la química, la física y el método científico hacen parte del relato de la especie humana tanto como la invención de la escritura, el descubrimiento de la agricultura y la domesticación del fuego.
Así mismo sucede con la escritura musical. Es una invención europea, como la brújula es una invención China, y el vuelo orbital de Yuri Gagarin un logro inconcebible de la especie humana. Y por otra parte, tampoco podemos olvidar —en la memoria que construimos de nuestro propio trayecto en la historia como nación y como especie— la otra cara del siglo de las luces, esto es, la colonia, el genocidio, el tráfico de esclavos y el tribunal de la Inquisición que reglamentaba en últimas todo aquello. La configuración, en fin, de una estructura de poder y una forma de gobierno erigida sobre la base de crímenes contra la humanidad. Y ahora vemos, o comenzamos a ver, que esto sólo fue posible gracias o por lo menos a pesar de la educación, la más elevada esperanza que abrigó entonces Rousseau para el futuro del género humano.
Pero si entramos en la historia de Colombia desde el enfoque que nos permite la música, podemos descifrar precisamente en la educación musical toda la urdimbre del tejido social y trabajar en la construcción de la episteme nacional. Es por eso que no podemos desconocer el punto neural que representa —para bien y para mal— la figura de Olav Roots en esa urdimbre: Indudablemente un hombre que conocía a fondo su oficio y poseedor de profunda formación musical, llegó al país como director de la Orquesta Sinfónica de Colombia para darle una verdadera organización y sentar sus fundamentos —pensemos en algo así como el seleccionador nacional en el fútbol— por lo que se encargó también de la estructuración del Conservatorio Nacional y de su integración a la Universidad Nacional. Por amable invitación de la maestra Elsa Gutiérrez pude ver la película conmemorativa que realizó la República de Estonia en los cien años de su nacimiento, en la que se leen fragmentos de sus cartas y se hace evidente su filiación al Partido Nazi. En ellas declara estar muy complacido con la ocupación alemana de su país, y en la película se le ve incluso dirigir la orquesta —ya en Berlín, a donde llegó escapando de la entrada de los rusos en Estonia— en un escenario enmarcado por los largos pendones rojos con la esvástica negra sobre fondo blanco que cuelgan desde la galería. Aunque el documental sobre Roots era en blanco y negro —conocía sus colores en otras películas— me permitió entender su llegada al país, proveniente de Suecia —país neutral y refugio suyo acabada la guerra— durante la última dictadura militar en Colombia. Pero sobre todo, entendí por qué en la Sinfónica y en el Conservatorio todos los maestros eran alemanes, y nunca se graduaba nadie. En diez años —cinco de ellos como estudiante de composición— vi graduarse un solo estudiante: un señor ya mayor de cincuenta años, en dirección de banda, a quien reconocí más tarde —perdidas sus oportunidades— tocando en una “papayera” en un Jeno’s Pizza en Bogotá.
Lo que vi suceder durante esos diez años fue un crimen contra la juventud, la deconstrucción sistemática de sus ilusiones. El maestro Karol Bermúdez mismo me contó haber escuchado decir al profesor alemán de oboe que “la configuración maxilo—facial del colombiano no le permitía tocar oboe”. Sin embargo, ocupó hasta su pensión la cátedra de oboe en el Conservatorio y el primer atril en la Sinfónica. Yo mismo acabé por abandonar —después de diez años— la carrera allí sin grado alguno, y por esa misma razón —la episteme de la educación musical todavía imperante— tras cuatro años de ejercicio renuncié a mi puesto como profesor de planta en esa misma Facultad, plaza que obtuve tras regresar de Europa con las más altas calificaciones en grados y posgrados, y en donde tuve la fortuna de lograr sobrevivir a la locura de ir sin beca ni dinero sólo para ver “cuál era la vaina". Porque los maestros alemanes del conservatorio —confiscando además a Bach para la Humanidad a la que escribió— consideraban que los colombianos jamás seríamos capaces de escribir una fuga, ni siquiera de entenderla, y de ninguna manera podríamos escribir música para una orquesta sinfónica. De demostrarlo se encargarían ellos. Esa episteme les decía que tampoco llegaríamos en Latinoamérica a producir una verdadera novela…
Por esa misma razón, la niñez y la juventud colombiana tienen todo el derecho —como la del mundo entero— de aprender a leer y a escribir música, y merecen la oportunidad de poder escribir su historia en ella. La escritura musical es patrimonio vivo de la humanidad, de tal manera que ojalá exista una orquesta sinfónica en cada uno de los pueblos de Colombia, así como una banda municipal, una instrucción musical abierta para todos, una producción de instrumentos y talleres artesanales de luthería. No para cantar las glorias de imperio alguno, sino para escribir en música nuestra propia historia y buscar en ella la voz de la humanidad.
Alberto Leongómez Herrera: Médaille d’Or en Composición, Conservatoire National de Montreuil, Francia. Médaille d’Or en Interpretación —guitarra clásica— Conservatoire National de Montreuil. Ha sido Profesor de Planta en la Universidad Nacional. Profesor Titular en la Universidad Pedagógica Nacional. Profesor Asociado en la Escuela Colombiana de Ingeniería, Departamento de Humanidades.