La historia tiene una amplia difusión desde la verbalización colonial; es decir, nos han contado los relatos desde la herencia colonial y apenas en estos aires contemporáneos nos han comenzado a llegar narrativas desde esa otra parte de la historia; la contada por los herederos de los oprimidos, los vulnerados, los que salieron con palos aquel 20 de julio de 1810 buscando una nueva república, una que estuviera desligada del yugo español.
En esa referencia encontramos a nuestra hermosa Antonia López, mujer esclavizada por ese ideal de creerse una raza superior con ayuda del discurso ortodoxo de los sincretismos religiosos que imponían a los negros como seres sin alma, sin derecho alguno. En estas cadenas de sumisión creció Antonia, la primera educadora negra de Colombia, creyéndose que no tenía derecho a esa revolución de pensamiento que se perfilaba en Europa, revolución que se determinó como humanismo renacentista, que empoderaría a los pueblos a romper paradigmas y hablar de derechos.
Esos derechos que posteriormente Antonio Nariño tradujera para que en las tierras de la Nueva Granada el pensamiento de libertad fuera una realidad. Recordemos que para la época los únicos que tenían derecho a leer y educarse eran los llamados criollos y los peninsulares; es decir, los españoles y los hijos de españoles nacidos en América, llamados por los “sangre azul” manchados de la tierra , hecho que generaba una tremenda discriminación entre los mismos colonos. A este yugo debemos sumar la posición de la Iglesia católica, que al final de sus liturgias los sacerdotes terminaban con la frase “el que esté en contra del rey está en contra de Dios”. Así las cosas, era un escenario muy difícil en el que creció Antonia López, mujer irreverente que mantuvo y educó a dos hermanos menores del presidente colombiano José Hilario López.
En la edición 4 del periódico El Fósforo, editado en Popayán, del jueves 20 de febrero de 1823, José Hilario Lópes publicó un breve artículo que el editor tituló 'Rasgo de gratitud'.
Lópes, escrito sin z, como se lee en El Fósforo, cuenta que en 1816 dejó, por haber sido capturado en la guerra, a dos pequeños hermanos huérfanos y al regresar, en 1823, los encontró vivos.
“La única persona que ha cuidado de la subsistencia y educación de mis queridos hermanos ha sido mi esclava nombrada Antonia Lópes”.
A su regreso del cautiverio en el año 1823, los encontró vivos y bajo la protección de esta educadora negra. Una esclavizada que sabía leer, escribir y contar. José Hilario López le publicó este artículo titulado 'Rasgo de gratitud', y en 1851, como presidente de la república de Colombia, firmaría la ley de abolición de la esclavitud.
Se evidencia entonces que como acción humanista, solo quien vive la desigualdad , quien vive la injusticia, es capaz desde las acciones de poder de transformar su entorno, porque no hay mejor acción de empatía que la que en algún momento se experimenta.