La era del odio

La era del odio

La salvaguarda de la democracia, en una era de rabia y confusión, va de la mano con la comprensión de lo que la historia tiene para decirnos

Por: Nicolás Roa Vargas
marzo 26, 2019
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La era del odio

Letras blancas en un arma negra. Un cañón, ruido y gente en el piso. Música. El ritmo frenético de las imágenes, que replica la estética de los videojuegos de guerra, se suceden en un marco en el que no se alcanza a diferenciar la realidad de la ficción. En un mundo en el que circula la información a ritmos de vértigo es cada vez más difícil distinguir entre una verdad y una mentira. Este video que circuló ampliamente —el atentado en Christchurch, Nueva Zelanda— más que para el espanto debe incitar a la reflexión, pues ahora todos somos testigos directos de ideologías que conducen al odio cuyos sangrientos resultados los podemos ver casi en directo a través de computadores o teléfonos móviles.

Hace 50 años sucedió algo similar, no por cuenta de una imagen intencionalmente difundida desde los atacantes, sino por un periodista de la prensa norteamericana que tomó una instantánea de la ejecución de un guerrillero sometido del Vietcong. En la imagen, un oficial, con un revólver de cañón corto, dispara a corta distancia en la cabeza del detenido. El efecto dramático de la imagen se da porque da cuenta del movimiento, casi el momento exacto en el que se terminaba la vida del protagonista de la foto. Se comenta que las imágenes tuvieron un peso simbólico importante en la prensa, y en definir un clima de opinión pública desfavorable ante la injerencia imperialista en el sudeste asiático. Es decir, en este caso el efecto fue contrario a la legitimación de la guerra de agresión contra el pueblo vietnamita.

En contraste, hoy somos testigos de cómo las redes sociales, aparatos que masifican la información proveniente de varias fuentes, se convierten cada vez más en un campo de batalla. No solo por los insultos machistas, racistas y clasistas que tienen que sufrir a diario miles de personas que buscan expresar sus puntos de vista, sino por la difusión de actos como el mencionado al principio del artículo. No obstante, estas imágenes ya no instan exclusivamente a la repulsión instantánea del público, sino que también sirven como ejemplos para un sector de la sociedad cada vez más lleno de rabia y odio. Esto se involucra en un círculo vicioso en el que las redes sociales sirven para diferenciar cada vez más grupos de opinión cuyos encuentros son más irracionales y limitados, un marco ideológico ideal para quienes buscan perpetuar el actual estado de cosas.

Sin embargo, el atacante de Christchurch, lejos de limitarse a demostrar con su acto su odio hacia la población musulmana, lo que buscó fue reproducir unas ideas a través de un mito, el cual estaba expresado en las letras blancas sobre el arma negra, las cuales contenían nombres de distintos supuestos luchadores por la supremacía blanca. ¿Qué tienen que ver combatientes europeos del siglo XVII contra el Imperio Otomano con fascistas españoles volcados a cobardes asesinatos callejeros? Cada uno de esos nombres indica una forma de concebir la historia, en la que se imponen mentiras sobre los hechos para justificar atrocidades.

La base de todo fundamentalismo es una interpretación amañada del pasado. Eric Hobsbawm, en su libro Sobre la historia, nos ilustra ampliamente sobre el punto, en tanto mira con preocupación la manera en la que algunos mitos históricos se prestan para justificar regímenes autoritarios y acciones que, en el fondo, solo benefician a quienes ejercen el poder económico y político. Los fundamentalismos, según el gran historiador inglés, no solo falsifican los hechos, sino que también los traen al presente de manera deformada para justificar sus posturas peligrosas. Dice el autor: “El mal uso que la ideología suele hacer de la historia se basa más en el anacronismo que en la mentira”.

La historia no es solamente un marco en el que se desenvuelve la vida contemporánea: se ha vuelto una herramienta de persuasión de las ideas más irracionales. Por tanto, una educación básica para el ejercicio de la ciudadanía debería tener en la enseñanza histórica uno de sus ejes más importantes. La sociedad necesita desacostumbrarse del odio, formar maneras más sanas de ligar el pasado con el presente en proyección a un futuro que apunte a superar las escandalosas desigualdades que imperan en el mundo, que, a la postre, se han convertido en caldo de cultivo para la intolerancia. Hablar abiertamente de estos temas, lejos de ser adoctrinamiento, es un antídoto contra quienes intentan manipular. La salvaguarda de la democracia, en una era de rabia y confusión, va de la mano con la comprensión de lo que la historia tiene para decirnos.

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