Cuando el once titular del Tolima se preparaba para saltar al gramado del Atanasio Girardot, el profesor Alberto Gamero le dijo a su asistente, el “salvaje” Rojas, que así le gustaba ver los estadios: “llenos de aficionados que acompañan al equipo”. Aunque así lo relató en la rueda de prensa, en su fuero interior, sabía que ese entorno, esa atmósfera de cornetas y redoblantes, de algarabía y lluvia de papelitos blancos, podría resultar intimidante para sus jugadores, más aún, con la presión de tener que dar vuelta al 1 a 0 del primer partido en Ibagué, una ciudad que, en contraste, vivía una celebración moderada.
En el centro de la cancha del mayor escenario de los antioqueños Chocquibtown sonaba su música simple y bella, una suerte de folclore del Pacífico metamorfoseado en vanguardia, y a su alrededor más de 44 300 aficionados del rey de copas, ondeaban verdes banderas y banderines con la estrella 17 pintada en escarcha de dorado y plata, tomaban fotos con sus celulares y se les veía beber espumosas cervezas, previos sorbos de la anhelada copa. En resumen, estaba servida la fiesta bajo la opalescencia de un cielo que, poco antes de las seis, se cubrió con una nube verde que vistió las graderías.
El primer tiempo se desarrolló con algunos avances verdolagas, que de nuevo, cómo en el primer juego celebrado en Ibagué, tenía en Jorman Campuzano el jugador aplicado, artífice de la asociación con Gonzalo Castellani, para surtir a los, siempre amenazantes, Dayro Moreno y Sebastián Hernández. Los dos estelares de Nacional con vértigo y peligro, merodearon al gigante Álvaro Montero, pero sin lograr anotación en la primera mitad de juego. En la gradería seguía el festín de cervezas, por cuenta de los seguidores, que entre sus camisetas de rayas verdes y blancas, se advertían como una variante criolla de vikingos.
En el entretiempo, en la charla de camerinos, contaría el profesor Alberto Gamero a al final de la gesta, le infundió confianza a los muchachos pues se había conseguido el primer objetivo de mantener, en la primera parte, el arco en cero. La idea del técnico costeño era consolidar un equilibrio que, en la segunda mitad, les permitiera llegar al gol y buscar la estrella en la tanda de penaltis. Basados en el orden táctico para controlar la salida de Nacional, y a instancias del talento de Sebastián Villa, lograron en tan solo tres minutos del segundo tiempo sopesar el juego y aproximarse a zona de gol en terrenos de Monetti. En el minuto 47, el promocionado Villa, un moreno con piel y sonrisa de emir, que interesa al Boca Junior, engañó al meta argentino y silenció a la parcial Antioqueña, los trajo de vuelta a la realidad, y los apartó de las cervezas. Tras el uno a cero que los ponía en instancia de cobros desde el punto blanco, vinieron avances del Tolima que tuvieron en Villa y su velocidad la masa crítica del juego.
La respuesta de Nacional se dio por cuenta de Vladimir Hernández. El más “chiquito” se cuela entre la defensa tolimense, salta y anota de cabeza en un centro que pico cerca del portero de la visita. Gamero mira el reloj y es el minuto 66. El partido es de ida y vuelta. El ambiente se enrarece, Nacional empieza a tomar confianza y Gamero lanza señales desde el banco, envía a Omar Abornoz por el venezolano Orozco, en el segundo cambio tras la salida obligada de Ángelo Rodríguez. Al parecer además de instrucciones tácticas el lateral reemplazante trajo el mensaje de no claudicar en la búsqueda del gol, apuntalados en el carácter, esa fórmula que destraba los juegos cuando están muy parejos.
Terminados los 90 minutos y, en tiempo de reposición, Nacional empezaba a celebrar, quizá antes de tiempo. Vino un tiro de esquina a favor de los pijaos, desde la portería llegó a sumarse como un atacante más el gran Montero. Llegó a tiempo, se levantó con sus 1.95 y cabeceó sin lograr su anhelo. No obstante, esa aparición del guardameta, que nos trajo a la memoria a Miguelito Calero, intentando la gloria en los estertores del partido, fue la señal inequívoca del talante y la decisión de los de Ibagué por darle la vuelta a la historia.
Los Vinotinto y oro no renunciaban, aunque el encargado de la pólvora en Medellín, ya le echaba un vistazo los voladores. Minuto 93, y viene la movida de Villa quien recibe un balón en corto de tiro de esquina, hace un trotecito, y centra un balón limpio a la cabeza de sus compañeros jugados en ese último ataque. Banguero conecta y la pelota entra por un costado de Monetti, quien semeja a un mal policía tratando de sacar su pistola de la sobaquera. Todo el silencio del Cosmos se instala en el Atanasio Girardot. Gamero agita los rizos de su cabellera y el profe Almirón se lleva a las manos a la cintura. Un ebrio espeta desde Oriental que un técnico vestido de negro es el peor de los augurios. Queda un minuto para ir a penales, los locutores explican, cómo lo hacen desde hace mil años, “¡no son penaltis!, ¡son tiros desde el punto penal! Eso es otra cosa”.
Drama desde el punto blanco.
Rafael Robayo es ahora el líder espiritual. Ya no piensa en la falta, con visos de pena máxima, que no vio el Central pero que está seguro, le cometieron promediando el segundo tiempo. Convoca a sus compañeros que, de rodillas y con ojos cerrados, elevan una oración, un ritual extraño en un templo ajeno. El sólido volante, se concentra, rodeado por sus compañeros ansiosos de gloria. Un vistazo a las graderías, registra, en segundo plano y apenas audible, el rumor de los aficionados paisas. Hablan de la calidad de Montero, recuerdan que, una semana antes, despachó al Independiente Medellín con sus atajadas. … “¡Qué lástima que no tengamos a Armani!”…
Se vienen los cobros se oye desde las cabinas de radio. Salvaje Rojas suelta un “Qué bueno que entrenamos los tiros profe”. Gamero lo observa y se tiene confianza, sabe que la “suerte de los penaltis “es una frase hecha, los cobros y las atajadas se entrenan a diario y Montero, puede confirmarlo. Camino a la portería el meta Guajiro se ve más grande… Se ve como de dos metros. Cobra Dayro Moreno, especialista, Montero opta por mantenerse inmóvil. Espera el segundo turno que, en la potencia del veterano Alexis Henríquez, se traduce en el canto que mitiga un poco la tensión de los aficionados.
Montero vuelve a la portería. Sus compañeros Villa y Albornoz han cumplido superando a Monetti. Lenis se aproxima para el tercer cobro. Montero ahora nos recuerda a Jorge Rayo, lo ataja a un costado, toma el balón y lo patea hacia las tribunas donde se lamentan… ¡se lo dije que era antipenal! Hay frustración y el profesor Almirón prefiere mirar a otro lado cuando anota, el último cobro, el efectivo Banguero.
Vladimir Marín no puede fallar, el fútbol exquisito es su perfume y seguramente va a engañar al gigante custodio. Le sale un tirito de pelado de barriada, mejor dicho, de guardería, que Montero a lo Bodo Illgner rechaza con las piernas. Falta un cobro, que traduce en gol el resistido Marco Pérez. Celebra el Tolima, técnico y jugadores se abrazan, lloran, se enfundan unas simplonas camisetas blancas que parecen compradas en Almacenes ONLY. Esas camisetas, aunque corrientes y, quizá ordinarias, lucen la estampa de campeones de liga 2018. Lo creyeron, con el meta Montero y Villa como estandartes del sueño pijao. Mientras el Atanasio es evacuado por una procesión silenciosa que evoca un viernes Santo, la explosión de felicidad se toma las calles de Ibagué, la emoción se libera entonces en tragos de ese fuerte y tradicional anís que se toma en la ciudad musical, un licor contenido en frascos de tapitas y etiquetas rojas. Toman y celebran los ibaguereños porque esta vez, el fútbol de la lucha y la entrega, el del coraje y la pasión se impuso al modelo de juego que se sustenta en una generosa chequera.