No habían terminado de quemar la pólvora del fin de año cuando llegaron los paramilitares. El 8 de enero de 1999 una camioneta blanca inició el recorrido de la muerte; derrapó por las calles de San Pablo. La orden del comandante Julian Bolívar llegaba con una cifra precisa: catorce. Debían ser catorce los muertos para marcar con terror la entrada sangrienta a la región del Sur de Bolívar. La ruta era clara: las primeras cinco personas cayeron en el billar Puerto Amor de San Pablo; continuaron hacia el bar El Paraíso donde asesinaron a otras seis más y finalmente continuaron hacia la discoteca El Espejo que amenazaron con volar con una granada antes de matar a las últimas tres personas.
Diez días antes, cuatrocientos guerrilleros habían quemado la Hacienda Tolová en Córdoba, propiedad de los hermanos Fidel y Carlos Castaño, jefes máximos de las Autodefensas Unidas de Colombia, organización conformada por los frentes paramilitares en las regiones. La furia de Carlos Castaño tomó la dirección de la pequeña población pesquera y agricultora de 32 mil habitantes sobre el río Magdalena que se había convertido en un corredor de la guerrilla y también de narcotraficantes para transportar cocaína desde la Serranía de San Lucas hacia los Montes de Maria con rumbo a las costas del mar Caribe.
No fue solo San Pablo el objetivo de terror y muerte en ese último año del siglo XX, uno de los más violentos de Colombia. Cerca de 140 personas en esos primeros meses de 1999 murieron en distintos puntos del país. Fue la ocasión para que ‘Julián Bolívar’ quien tenía el control del territorio en el Magdalena medio unificara fuerzas con la estructura paramilitar de los Castaño y preparara la conformación del Bloque Central Bolívar en el 2000.
Ganarle el Sur de Bolívar a la guerrilla significaba controlar las rutas del negocio del narcotráfico y hacerse a un punto estratégico que conectaba el Urabá con el Magdalena Medio, el Catatumbo y las fronteras con Venezuela.
Masacres, desplazamientos y despojos de parcelas de campesinos forzados a abandonarlas por amenazas y riesgos de muerte. San Pablo nunca volvería ser el mismo. Los paramilitares y la coca se instalaron en la vida del pueblo dejando la huella del horror en el árbol de la memoria que está en el parque y del cual cuelgan tablitas de madera con los nombres de quienes murieron no sólo ese día sino los que vendrían después.