“Son demasiados los ingredientes traumáticos de América Latina y sucesivas son las derrotas de los proyectos nacionales”.
Durante centurias los dueños de las naciones y el mundo acuñaron para los desposeídos, despojados y menesterosos una dilatada engañifa de cuentos, novelas y leyendas en las cuales se acentuaba el mito del desarrollo, incluso se cortejó a los pueblos con la fábula del subdesarrollo.
Los conceptos del desarrollo y el subdesarrollo sirvieron exquisitamente para que los dueños del poder crearan condiciones subjetivas, anímicas y morales en torno al consenso que necesitaban para imponer sus planes y programas políticos a nivel mundial, nacional, regional o local.
¿Quién se oponía una obra majestuosa viable y redimible económicamente para una zona territorial?
Se argumentaron razones técnicas, metodologías innovadoras y sistemas de última generación para convencer a las metrópolis, ciudades y concentraciones rurales que con las ‘tecnologías de punta’ el adelanto sería sorprendente.
Hablar en el lenguaje del desarrollo era técnicamente viable y nadie descartaba los argumentos éticos que subsistían en las iniciativas emprendedoras.
Por décadas, intelectuales de pacotilla, armados con teorías del desarrollo sustentable, para arrullar la penetración del neoliberalismo, con sus paquetes financieros y fiscales, utilizaron el impúdico lenguaje de que éramos un ‘país en desarrollo, incluso los movimientos sociales se entusiasmaron con los criterios sostenibles que, al final, solo conducían a mejorar las condiciones de dominación’.
Nunca los llamados intelectuales subalternos abrieron el debate y agotada las teorías del desarrollo y el subdesarrollo, que fracasaron en las metrópolis y en la periferia, las capitales del mundo resemantizaron el lenguaje y ante la depredación ambiental nos actualizaron con el eco-desarrollo.
Se soslayó, se esquivó y se eludió hablar en ese marco conceptual del drama más severo de América Latina, el de la desigualdad social y a nuestros países se los condujo a ser gobernados por castas como en la India, que ‘disfrutan’ de un sistema hereditario.
Aquí tenemos la casta de los intocables, brahmanes, parias, esclavos y siervos, obreros y campesinos sin tierra, que salieron legendariamente de los partidos tradicionales.
El viejo concepto de Estado-Nación ha quedado supeditado a las trasnacionales y quienes piensan que desde la ‘Nación’ se puede hablar de soberanía no han salido de los vericuetos de la enajenación.
El proceso de la mundialización, para ponerlo más claro, conlleva la expansión de los mercados totalizadores, la universalización de la cultural, la geografía global de las comunicaciones, donde el tema de la identidad nacional es un sofisma.
¿Recuerdan el mito de la Malinche? Perdió también todas las guerras y Hernán Cortés sigue administrando las victorias y nuestras naciones solo aprendieron como ella, castellano, para ser informantes, traductoras y guías de la conquista.
Fallecida en México en 1529, por una enfermedad curable, ‘todavía sigue muriendo’.
Son demasiados los ingredientes traumáticos de América Latina y sucesivas son las derrotas de los proyectos nacionales.
Los reclamos de nuestras identidades resultan estériles en la época posmoderna; la reedificación de nuestros pueblos tendrá que hacerse desde ondas multiculturalistas, sin esencialismo precolombinos, admitiendo el derrumbe de la modernidad y sosteniendo como históricamente válidas las premisas incumplidas de la libertad, la igualdad y la fraternidad, de las que se apropiaron los magnates de la farándula política universal con sede en Washington.
Con ellas podremos fundar otra civilización. De lo contrario, pensar que es posible que el todopoderoso neoliberalismo puede concedernos el bienestar, la paz social y el progreso, nos hace parafrasear al escarabajo Rigoberto Urán: “no nos crean tan güevones”, tanto más cuando sabemos que nuestra camino político es estrecho. Hasta pronto