La política es una actividad hermosa que desarrollamos cuando queremos defender ideas e intereses grupales en el ámbito social. Es hermosa porque nos obliga a leer los comportamientos, las palabras o los textos de las personas y el que se ilustra bien en ello puede alcanzar una gran habilidad para cuestionar o analizar cuando los embusteros aparecen, hablan o escriben.
Por su parte la politiquería son las artimañas que utilizan los individuos para ganar o conservar las posiciones de poder, ya sea con regalos, falsas promesas (como decir “fortaleceremos o modernizaremos”), trampas e incluso acciones violentas.
Diríase que la política y la politiquería son tan viejas como los seres humanos, pero lo sorprendente es que los académicos, que se suponen son personas ilustradas, bien pagas, y con cierta capacidad para discernir sobre los asuntos de la ética, también se dejen llevar por las prácticas indecorosas, en su afán de conservar las posiciones de privilegio.
Voy a contarles parte de una historia superembrollada para que vean, más o menos, cómo funcionan las cosas en Colombia y ustedes sacaran sus propias conclusiones.
En un rincón de este imperio de las anomalías existe una universidad pública acreditada como de “Alta Calidad Institucional” por el ministerio, que vive siempre con déficit presupuestal, pedreas constantes, por doquier hay ventas informales, parqueaderos de motos, rumba, deterioro de los espacios colectivos y hasta despilfarro.
Los políticos locales y el empresariado son los que tienen el control de su Consejo Superior, donde ellos “establecen” los contratos, distribuyen los reconocimientos de prestigio, regulan el tráfico de influencias y eligen o reeligen cada cuatro años al monarca-rector con la ayuda de funcionarios del alto gobierno.
Pero la elección del rector no se hace por un sistema de democracia directa sino por medio de votaciones delegadas, que son la síntesis de una larga cadena de deudas personales o componendas que se crían con los años en sus unidades académicas, porque es un sistema feudatario.
El rector-rey tiene el poder de nombrar a un amplio número de funcionarios-vasallos, como los vicerrectores, asesores o jefaturas que va poniendo o quitando según las fuerzas de presión internas como externas a la entidad.
Lo interesante es que en los últimos 30 años los que rodean al monarca son los mismos advenedizos con aires de refinamiento, que se rotan las dependencias para evitar la fatiga de combate, seguir ganando prestigio y hasta hacerse a una jubilación jugosa.
Por esta razón los que más conocen de la universidad no son los que llegan a ocupar los puestos de dirección administrativa, sino los profesores amigos de los amigos y dotores en gerencia. La otra unidad de poder decisorio es el Consejo Académico (cámara baja) que está integrado por los representantes de las unidades feudatarias llamadas decanaturas.
Estos príncipes-decanos son nombrados por medio del juego de alianzas o confrontaciones que se dan entre los profesores cotizados de “planta”, es decir por una minoría refinada que atiende los posgrados, porque la mayoría de los docentes son contratistas, que no pueden votar, carecen de derechos decisorios o de opinión, solo son tenidos como siervos de la gleba que sus colegas “scientistas” quitan o ponen cada semestre para que atiendan los pregrados.
Ese consejo Académico escoge una terna de los cándidos que se presenten a la farsa del proceso de votación y la envía al Superior donde ya todo se ha cocinado a fuego lento con el rey en curso y meces de antelación.
Los monarcas se pueden reelegir, pero este año el rector decidió que era mejor organizar la carrera. Puso entonces al lado de su percherón a unos cuantos burros mochos, para así garantizar la estabilidad del reino y lograr que su combo pudiera seguir disfrutando de la piñata. No era del partido de la U como decían algunos, sino de la R del rosquerismo.
En estas condiciones los que eran externos no tuvieron ninguna oportunidad porque no habían “acumulado” lealtades en los últimos años como los que ya habían sido decanos o jefes de algún condado, es decir los que tenían amplia “experiencia administrativa”.
Así funciona el show desde hace décadas porque en la ley 30 está la estructura, a los profesores no les preocupan las prácticas antidemocráticas y los jóvenes estudiantes no se organizan para plantear alternativas con tiempo sino que, mientras unos salen a hacer quemas y pedreas de última hora, la mayoría se desentiende y otros se prestan para las componendas recibiendo toda clase de regalos o compromisos volátiles. Lo triste es que en ello se va una enorme cantidad de tiempo, esfuerzo y dinero que nadie sabe valorar porque, al fin y al cabo, son bienes públicos.
Hay que contar que los candidatos en campaña otra vez se regaron en autoelogios y en mil promesas, como todo politiquero de pueblo. Jugaron a hacer críticas a la situación que habían creado con los años, mientras se comían la torta y elucubraron sobre las maravillas que harían con la ayuda de la Inteligencia Artificial o los convenios internacionales, al tiempo que fomentaban las ventas informales y empapelaban la universidad con sus carteles.
Lo realmente llamativo fue que los cándidos en las reuniones competían al que más inflara su ego ante los demás. Varios de ellos eran expertos en gerencia y management del reino, hablaban del rol que irían a asumir ante una comarca pujante y deseosa de sueños de progreso y “modernidad” hasta alcanzar los niveles de Harvard.
El economista preguntaba por las industrias del territorio, de los recursos naturales que ofrecía el territorio, del nivel formativo de las gentes del territorio. En ese afán el otro erudito en gerencia y calidad aportó sus ideas sobre cómo gestionar nuevos recursos financieros para poder crear otras de las tecnologías específicas solicitadas por el empresariado regional.
La charla se animaba hasta que el anfitrión también se inflaba de orgullo por el sitial o el ranking que habían alcanzado, de todo lo que habían hecho para formar la mano de obra calificada y algunos de los nuevos empresarios talentosos del territorio.
Así, cualquiera se olvidaba que estaban hablando de una institución de educación superior pues más se parecían a una junta directiva de un emporio comercial manejando peones de contratistas y esclavos destinados a trabajos basura, porque ninguno habló de espíritu colaborativo, de la salud mental de la comunidad, de la calidad humana de sus educandos ni de los valores éticos de la muchachada. Lo que fluía en el aire era el fantasma cierto del espíritu neoliberal convocado por la tabla Ouija de los informes de gestión y acreditación institucional.
Ellos no podían verlo porque su experticia, sus lentes modernizantes y su afán de lograr maravillas al debe, más y más metas de desarrollo y prosperidad, no se los permitía. Hablaban como hormigas afanosas trepadas en una nave intergaláctica que volaban sin saber que las doctrinas de la calidad, el emprendimiento, la innovación y la creatividad eran las que los estaba llevando por los aires de sus sueños.
Se creían seres libres pero eran pasajeros gobernados a la distancia por el sistema de comando de las grandes trasnacionales y sus organismos del gobierno mundial. Aunque también, más cerca de ellos estaba el circuito de retransmisión de comando de la ley 30 enviándoles señales a sus antenitas de vinil para dictarles cada suspiro, cada movimiento a seguir. Y se “maluquiaban” cuando les decían neoliberales.
Para terminar este relato he de decirles que profesores y estudiantes, como era de esperarse, terminaron por ratificar con su votación que el viejo rector seguiría gobernando, en cuerpo ajeno para gloria de los pelechadores.
O ¿acaso alguien puede creer que en estas circunstancias un consejo Superior y un consejo Académico creadores por acción u omisión del desmadre o de las dificultades actuales iban a nombrar a alguien para que sacara a la institución del empantanado lodazal?
Saquen ustedes sus propias conclusiones sin olvidar que la realidad siempre puede superar a la ficción.