La educación fue tema central la pasada campaña electoral de 2018. Estaban vivas dos noticias: por primera vez el presupuesto de la educación había recibido un presupuesto similar al de MinDefensa y, por otra parte, los candidatos colocaron la educación como centro de sus propuestas. También antes, hay que decirlo, la fuerza pedagógica del modo de comunicar de Antanas Mockus, ayudó a poner la educación en la agenda nacional.
Y dado que ya está en marcha la campaña presidencial de 2022 es oportuno referirse a dos libros que recientemente han puesto el asunto en el centro de las reflexiones nacionales: La educación en Colombia, del maestro Moisés Wasserman y el texto Educación y clases sociales en Colombia, de los profesores Mauricio Villegas, Leopoldo Fergusson y otros.
Wasserman señala en su libro que su intención es presentar una visión panorámica de la educación en el país, la cual registra con las bondades y limitaciones que ella contiene. Para ello el profesor comienza recordando el sentido de la educación para los hombres, una dimensión que recuerda Wasserman “es anterior a la historia” (p. 31). Es decir, nos educamos desde mucho antes que escribiéramos la historia humana. En este sentido, ubica datos claves en la aparición formal de la educación, entre esos, la invención de la escritura, un elemento que, como se sabe, permitió la conservación de la memoria y, con ello, la posibilidad de que los saberes pudieran luego enseñarse.
Pero el análisis principal lo centra Wasserman en el sistema educativo colombiano. Para él, contrario a lo que se estima por muchos, la educación en Colombia ha tenido notables progresos sobre todo en su cobertura, especialmente en la incorporación de otros sectores excluidos de la sociedad, como las mujeres. No está de acuerdo el profesor con la excesiva crítica que se esgrime respecto a que los gobiernos no le han puesto interés al sector educativo, pues, dice, regulaciones notables de variada índole muestran lo contrario, lo cual en las últimas décadas se aprecia no solo en lo que consagró la Constitución de 1991, sino también en los desarrollos que prescribió la Ley General de Educación de 1994 y la Ley 30 de 1992.
Desde luego, señala Wasserman, cuando se consagró la educación como un derecho, tampoco se previó que muchos de los cambios de los últimos lustros superarían con creces las exigencias que hoy se hacen para el cumplimiento de la educación de los colombianos como un derecho: por ejemplo, no se previó la consecuencia de consagrar los derechos de la niñez por encima de todos, y lo que eso implicaba para garantizar desde muy temprano su educación. No se intuyó el impacto de internet y las nuevas y tecnologías en la educación de niños y jóvenes, entre otros asuntos. Tampoco niega Wasserman que ha sido insuficiente el progreso y que se acusan fallas sobre todo en la calidad de la educación, en la formación de los maestros y en la falta de articulación en sus diferentes niveles, desde la educación inicial hasta la educación superior. Destaca que “Infortunadamente somos mejores redactando discursos que implementándolos” (p. 63).
En el libro sostiene después algunas fortalezas de los diferentes niveles del sistema educativo colombiano, las cuales acompaña de cifras que muestran los avances, pero también relaciona las carencias por superar. Un aspecto destacado del libro es la relación de lo que llama casos de éxito en la educación, entre esos la experiencia de la llamada Escuela Nueva activa que se ha extendido a millares de escuelas en el país, pero también la expansión de educación superior con la presencia renovada de las Universidades Nacional de Colombia en otras regiones, o la regionalización de la Universidad de Antioquia o de la del Valle, más las experiencias educativas Utopía de la Universidad de La Salle y las que suponen los proyectos de Maloka en Bogotá y el Parque Explora en Medellín. Finalmente, Wasserman apunta las principales tareas que se desprenden de las carencias anotadas previamente: regular el alcance del derecho a la educación, mejorar la formación de profesores, establecer un currículo general y flexible, entre otras.
El texto de Villegas y Fergusson, por su parte, retoma una apuesta que inició Dejusticia con el libro Separados y desiguales (2013), en el que busca establecer una reflexión que apunta a cuestionar cómo la desigualdad de la sociedad termina reproduciéndose en la educación en Colombia y, sobre todo, como una de sus consecuencias más perversas ha sido la de generar una segregación social en el sistema educativo colombiano, en el que los pobres y ricos del país nunca se encuentran porque la educación del Estado ha devenido en el espacio para los sectores populares, mientras que los sectores ricos se forman en el sector privado de la educación. Eso, en palabras de los autores, ha generado un apartheid educativo que es preciso superar si la sociedad colombina quiere convertir de veras la educación, no solo en un espacio real de movilidad social, sino, ante todo, en un lugar de integración de sus diferentes clases sociales, por lo que justamente señalan la necesidad de construir escuelas e instituciones pluriclasistas.
Desde luego, en el texto se preguntan cuáles son las causas de que la educación en Colombia haya generado esa segregación social en el sistema educativo. Para ellos, buena parte de las causas se atribuyen a las disputas que por más de 150 años sostuvieron los partidos liberal y conservador y, luego, de los gobiernos con los sectores de izquierda y los maestros agrupados en Fecode (que se concentraron en la educación pública). En medio de ese escenario, la influencia del ideario católico siempre gravitó para imposibilitar una educación laica y libre de la tutela de las confesiones religiosas. Una causa que subrayan en la segregación educativa es lo que llaman “la debilidad de los bienes públicos”, para explicar por qué la educación pública ha quedado reducida para los sectores vulnerables del país.
Sin embargo, también los autores destacan la importancia que ocupó siempre la educación a partir del inicio de la república, pues tanto Santander como después los que fueron los sectores moderados de los partidos tradicionales (más allá de las guerras civiles y la violencia que protagonizaron en la historia de Colombia) siempre buscaron la creación de un escenario de educación para vastos sectores sociales del país. Analizan, por eso, la experiencia de la creación de las antes conocidas Escuelas Normales, luego convertidas en Superiores, con las cuales se buscó formar docentes que asumieran la educación de tantos colombianos que la necesitaban para consolidar la creación de la república y el desarrollo de la sociedad. También resaltan el papel de los manuales escolares en la enseñanza durante buena parte de la educación colombiana y presentan el caso de Antioquia como un esfuerzo para privilegiar la educación de los ciudadanos, más allá de las discrepancias entre partidos y orientaciones laicas, o religiosas.
De los libros citados hay que saludar que ponen nuevamente la educación en el centro de los problemas nacionales. Con ellos cobran vigor las conocidas palabras de Simón Bolívar: las naciones marchan al compás de cómo marcha su educación. De ambos textos, cuyos análisis están respaldados en hechos y cifras confiables, sólo queremos discrepar de cierto énfasis que últimamente se ha convertido en una fijación de un segmento de los críticos de la educación colombiana: la de atribuir al gremio de educadores buena parte de la responsabilidad por la baja calidad de la educación pública, con el supuesto de que sólo piensan en oponerse al gobierno y de frenar propuestas para mejorar su calidad.
Es verdad que Fecode acusa un desfase en la manera de ver la educación actual de Colombia y en el papel de los educadores en su transformación y mejora. Pero también hay que advertir que, tras las críticas a este gremio hay algo que una franja de la sociedad y la clase gobernante no tolera: que el sindicalismo reclame derechos y haga política en contra del gobierno, lo cual, para ellos, es poco menos que una ofensa. Pero además, cuando el sindicalismo ha sufrido por décadas la violencia y persecución contra sus miembros, resulta a veces exagerada esa descalificación, pues Fecode es quizá el único sindicato de peso que le queda a este país, porque los demás se han tornado irrelevantes, o han sido reducidos a poco menos que reclamar pasito unos incrementos salariales irrelevantes.
El otro supuesto que nos parece inexacto en ambos libros es leer en clave del presente lo que se presume son los extremismos políticos que juegan en contra de convertir la educación en un propósito común y de país, más allá de ideologías y partidos. Por este motivo, convertir lo que fueron las disputas sangrientas de los partidos tradicionales del siglo XIX y parte del siglo XX en algo similar a lo que se ha visto en las últimas décadas entre dirigencias estudiantiles y profesorales contra las políticas de los gobiernos resulta algo sesgado para justificar repartir las culpas por partes iguales, lo cual no parece razonable sobre la realidad que se podría mostrar de los últimos 50 años en los espacios que ha tenido lugar la educación en Colombia.
En cualquier caso, los dos libros comentados son, sin duda, un referente obligado para el debate público que pinta sobre la educación para la campaña electoral en marcha. En ese sentido, Wasserman, Villegas, Fergusson y otros han recuperado para la sociedad colocar la educación como uno de los desafíos que está por traducirse en más y mejores resultados para su niñez, los jóvenes y la sociedad. Y para la paz del país.