Una de las aristas más traumáticas de esta crisis humanitaria es la que viven los millones de niños, niñas y adolescentes que no han podido volver a su colegio. Cerrar las instituciones educativas fue una de las primeras medidas que se tomó en el mundo entero, desde que se supo que había que prevenir el contacto en espacios donde hubiera más de 500, y luego 50, personas. Para enfrentar y manejar esta situación se están buscando alternativas de muy diversa índole, que como en los demás casos, han tenido que ser, en muchos sentidos, improvisadas. No hemos vivido en una sociedad sin escuelas desde cuando comenzó el proceso sistemático de masificación, hace casi cien años.
Los detractores de la escuela y los anti-pedagogos quizás vean esto como una oportunidad para mostrar cómo la infancia y la juventud pueden ser educadas de otra manera, sin tener que sufrir los castigos, el sufrimiento, la pereza y el tedio que les significaría la llamada “educación tradicional”. Los amigos de homeschooling posiblemente están viviendo esto como un experimento forzado para implementar todas sus estrategias de manera masiva, y esperarán, tal vez, que la sociedad por fin entienda que esta modalidad educativa funciona mejor que la vieja escuela.
Quienes creemos que la escuela sigue siendo un espacio imprescindible para la formación de las nuevas generaciones, estamos preocupados porque la sociedad no está preparada para administrar procesos pedagógicos masivos por fuera de ella. Esto le puede estar significando un daño sensible a muchos de esos niños, niñas y adolescentes en situaciones de pobreza, en viviendas muy reducidas, con los mayores acompañantes desesperados por no tener ingresos, contagiados por el miedo, la incertidumbre y quizás la rabia y el desespero por sentir agravada sus condiciones de vida ya precarizadas por este sistema injusto. Esto sin contar la violencia intrafamiliar y el abuso sexual que recae especialmente sobre las niñas y adolescentes mujeres, que potencialmente se activa con esta situación de confinamiento. Pero si no queremos ir a estas situaciones extremas, más común en todo caso de lo que imaginamos, pensemos en lo que significa el derecho a conocer el mundo más allá de los referentes familiares, derecho que se conquistó con la escuela. En estas horas y estos días de encierro quizás se extrañe ver el mundo a través de otros ojos que no son los de la familia.
Los gobiernos locales y nacionales están tomando medidas de distinto tipo para paliar esta situación. En primer lugar el tema de la comida que reciben regularmente en sus colegios. Logística, económica y administrativamente, un reto de dimensiones imprevistas. En segundo lugar la contención del maltrato infantil. En tercer lugar, las medidas para garantizar que los avances en el conocimiento se detengan del todo, es decir para que la enseñanza no cese, y puedan, en lo posible, seguir trabajando en los diferentes temas académicos. Seguramente se están encontrando salidas, parciales, para que el retraso académico no sea tan marcado. Claro, queda sin resolver el drama de los miles de niños y niñas que no tienen internet, o no tienen equipos de cómputo, ni dispositivos móviles, para acceder a la información que les llega de sus maestros y maestras. Lo que no estamos seguros que se vaya a resolver es lo que la escuela aporta en términos de espacios para la socialización, para la vida en común, para compartir entre pares, para aprender a vivir juntos.
De lo que sí estoy seguro es que los maestros y las maestras están buscando sin tregua alternativas para no dejar solos a sus estudiantes. Deben estar acudiendo a lo que saben de tecnologías informáticas, poco o mucho, explorando caminos que no conocían, buscando consejos, conectándose entre ellos para compartir información, metodologías, contenidos, programas. Respondiendo inquietudes de los familiares, y de sus propios alumnos. Seguro están reaccionando con mayor preocupación y sobre todo responsabilidad, en la medida en que pasan los días y toman conciencia de la gravedad del problema y su extensión en el tiempo. Estoy seguro que las redes de maestros organizadas desde hace décadas, por iniciativa propia, para reflexionar sobre su quehacer pedagógico y mejorar sus prácticas, estarán más activas que nunca, enfrentando silenciosamente esta emergencia pedagógica que afecta a nuestros niños, niñas y adolescentes.
No sabemos hasta donde y hasta cuando vaya a durar el confinamiento obligatorio, pero esperamos que pronto los maestros tengan la posibilidad de atender a los estudiantes que están al margen de la virtualidad, o no, de manera que mientras regresan al colegio, puedan reunirse con los de su vecindario en pequeños grupos, en los conjuntos residenciales, en salones comunales, o al aire libre, si es el caso, para trabajar con ellos aunque no sean sus alumnos. Estos gestos los hemos visto repetirse en decenas de oportunidades en zonas de guerra o en medio de desastres naturales, y habla de la profunda vocación humanitaria que mueve el oficio del maestro. Para los pedagogos, es una prueba más de que el encuentro es fundamental, que la compañía es impostergable, que la voz, la presencia, la imagen, la autoridad y el amor de los y las maestras es imprescindible. Eso lo saben también las familias, pero sobre todo lo necesitan nuestros niños, niñas y adolescentes.
Las universidades, y en particular las Facultades de Educación, debemos ponernos a disposición de las Secretarías de Educación para apoyar generosamente la difícil tarea de mantener, hasta donde se pueda, los procesos académicos y formativos de esta generación que ha tenido que vivir este acontecimiento que nos está calando los huesos, en niveles tan profundos que tardaremos décadas en procesar.
Creo que entre las Secretarías de Educación (con sus maestros y maestras), universidades y Escuelas Normales, podríamos aprovechar este escenario de experimentación social, impensable en otras circunstancias, para recoger datos de lo que está pasando pedagógicamente y en la vida cotidiana de las familias, con los niños y niñas en sus casas. Podríamos estar trabajando de manera coordinada en un gran proyecto de investigación, con muchas líneas de trabajo, en torno a dos o tres preguntas básicas: ¿Es posible educarnos sin escuela? ¿Qué aporta la virtualidad y qué no puede reemplazar? Con todos los filtros, los matices y los énfasis que se propongan, por supuesto.
Qué sea una oportunidad para que la discusión sobre si la escuela es aún necesaria, pueda dirimirse sin llegar a posiciones extremas; para que saquemos las mejores lecciones para todos, detractores y defensores, y de acá salga beneficiada la educación pública. Porque una certeza si nos acompaña desde siempre. Si la escuela ha de sobrevivir, que sea más pública. O, ¿dejamos que cada quién resuelva su problema? La futura generación de ciudadanos y ciudadanas no nos lo perdonaría.
* Universidad Pedagógica Nacional
Grupo Historia de la Práctica Pedagógica