«Estamos en medio de una crisis de proporciones gigantescas y de enorme gravedad a nivel mundial». Cualquiera que lea estas palabras podrá rectificarlo con los problemas más acuciantes que vive la sociedad moderna: el cambio climático, la intolerancia ideológica y religiosa, la volatilidad de la economía o la corrupción de los estados. Sin embargo, estas palabras no obedecen a una descripción de tal tipo. Fueron escritas como consecuencia de una crisis de la que poco se habla, que es difícil de observar –por lo menos en un principio– y que no goza de mayor importancia en las agendas gubernamentales: la crisis de la educación.
Así comienza Nussbaum su libro «Sin fines de lucro», texto en el que defiende la importante labor de las artes y las humanidades en la consolidación de una democracia estable y saludable. Entre varias problemáticas, advierte la filósofa estadounidense, encuentra con gran preocupación el alto grado de indiferencia no solo por parte de los gobiernos al implementar políticas educativas que incorporen, desarrollen y fomenten el acercamiento a estas materias, sino también por los mismos particulares que demeritan su estudio.
Una explicación al respecto, se fundamenta en razones económicas. Como consecuencia del modelo económico actual, las políticas de los gobiernos así como las ofertas de los centros educativos se han concentrado en áreas específicas del conocimiento que generen cuantiosas remuneraciones como las ciencias exactas o las ingenierías. En otras palabras, anteponen en su escala de prioridades aquellas disciplinas de las cuales pueden extraer un provecho real, palpable, medible y por supuesto, proporcional con sus intereses financieros.
En principio, esta idea no resulta amenazante con el desarrollo económico y social de los países ni con el de sus ciudadanos. El asunto se convierte en una terrorífica medida cuando se discriminan a otras disciplinas del saber por no cumplir con los estándares que rigen el mercado, la globalización, y lo más preocupante, el progreso. Peor aún, cuando se tornan tangibles las abruptas reducciones de los presupuestos, cuando clausuran programas con argumentos incoherentes, o cuando la sociedad misma se avergüenza de sus ciudadanos cuando se inclinan por el teatro, la literatura, o la filosofía.
Nuestro error es pensar el progreso únicamente en términos económicos. El ser humano, más allá de ser un autómata con ínfulas de producción es un ser que aún se asombra de la existencia: de ahí que se estremezca ante la pintura, que se desgarre con la poesía o que reaccione ante las diversas injusticias e inequidades sociales. En definitiva, es un ser que utiliza el conocimiento como un medio para pensar su presente, para refutarlo y reconstruirlo y en ese proceso –de por sí complejo–, necesita de todas las herramientas posibles para no sucumbir ante el fracaso.
A pesar de los obstáculos, es necesario repensar el estado de esta educación, no solo por las grandes consecuencias que genera el vacío de estas disciplinas en la consolidación de una democracia estable y saludable, sino también por los graves perjuicios que conlleva atribuirle al progreso un solo adjetivo económico. Más oportuno, es repensar este estado en Colombia, donde se comienzan a evidenciar los brotes de una sociedad que evita su debate y que pone en tela de juicio la importancia de las artes y las humanidades.