Como siempre, cuando nos vemos abocados a una situación compleja para la que no estamos preparados, la mayoría de nosotros la aborda con optimismo y espera adaptarse si hace nuestro su esfuerzo.
Así ocurrió al inicio del confinamiento, cuando muchos tuvimos que llevarnos la oficina a la casa. Sin embargo, algunos, además, tuvimos que llevarnos también el colegio a cuestas y poner a nuestros hijos frente a una situación que ni remotamente estaban preparados para afrontar: confinarse ellos también con sus padres en casa, verlos trabajar todo el día, olvidarse de ver a sus amigos y parte de su familia y, a pesar de todo, estudiar.
Fue así como desde la primera semana de confinamiento, alguien en el colegio decidió que la estrategia para educar a los niños en casa sería hacer el envío semanal de montañas de guías de estudio, que parecían compendios de todo lo que cada profesor soñaba con meter en la cabeza de sus pequeños estudiantes en lo que quedaba del año. En nuestro caso, tenemos dos niñas en el mismo colegio y cada una recibe diecisiete asignaturas, por lo que recibimos un formidable paquete de 34 guías, que, al imprimirlas resultaron en más de cien páginas de trabajo de oficina para niños, que tendrían que ser desarrolladas y entregadas algún día, “cuando volvamos a clase”.
“Cuando volvamos a clase”, suspiramos aliviados. Esa semana, a pesar del trabajo intenso que hicimos para descargarlas, imprimirlas y explicarlas, tuvimos también que ayudar a resolver sopas de letras, crucigramas, leer capítulos del plan lector, redactar resúmenes de varias cosas, grabar vídeos haciendo ejercicios de educación física, elaborar frisos, folletos, presentaciones y diálogos en inglés con amigos imaginarios, construir juegos didácticos, manualidades y una variedad inefable de actividades. No obstante los esfuerzos, no logramos llegar a la mitad de lo que el colegio pedía.
“Cuando volvamos a clase”, volvimos a suspirar un poco menos aliviados. Estábamos colgados (colgadísimos), pero había tiempo de terminar. Y entonces, llegó la segunda bofetada de parte del colegio: sí, las guías tienen que desarrollarlas y solamente las llevarán al colegio “cuando volvamos a clase”, pero las evidencias tienen que ser enviadas por mail a los docentes “dentro de un plazo máximo de dos semanas a cada profesor para poder cerrar las notas del primer periodo”.
¿Y entonces qué pasó con “cuando volvamos a clase”? Muchos padres de familia nos alarmamos ante la gigantesca (ciclópea, hercúlea, inenarrable) cantidad de trabajo requerido para satisfacer las exigencias de los profesores que, evidentemente, no estaban haciendo un trabajo coordinado sino que cada uno, como pollo sin cabeza, corría de lado a lado de su cronograma y de los términos de su contrato para recopilar de las manos sudorosas y de las frentes ensangrentadas de niños y padres sus preciosas evidencias con las cuales justificar el cobro de su merecido sueldo al colegio, el cual, a su vez, esperaba sustentar el cobro de la pensión con el envío a los padres de las infames guías y de la recepción, a vuelta de correo, de las aún más infames evidencias.
Y fue en medio de esa vorágine kafkiana, en medio de nuestra mesa de comedor cubierta de hojas, lápices, cuadernos, marcadores, borradores, lágrimas, cuatro pocillos y dos portátiles cuando pensé, después de dos noches en vela escaneando documentos para poder enviarlos como “evidencia”: ¿evidencia de qué, de un delito? ¿qué quiere el colegio con esto, culpables? ¿culpables de qué, de aprender?
Y entendí que este sistema educativo, no persigue el objetivo que tiene por nombre. Así como nuestro sistema de salud no busca garantizar la salud de nadie (salvo de las dueños de esas entidades financieras llamadas EPS) el sistema educativo no persigue educar niños, sino maximizar la ganancia de los colegios. Los niños son vistos como sospechosos de vagancia, antes que como personas capaces de una curiosidad y una creatividad que aún Albert Einstein y Pablo Picasso han envidiado. Nada explica que en el centro de todo, antes que los niños, esté la “evidencia”. Pareciera que en realidad vivimos en una versión comercial del mundo de Matilda y la profesora Tronchatoro.
Las evidencias sirven como soporte de la existencia de un hecho que debe ser fácilmente verificable para que se pueda proceder a una acción en consecuencia sin lugar a duda. Las evidencias de un crimen son imprescindibles para castigar al culpable. Las evidencias de una investigación son imprescindibles para dar por cierto un descubrimiento. Las evidencias de un hecho, en fin, sirven para demostrar que sí es cierto que ese hecho ocurrió u ocurre, que no está sujeto a opiniones ni creencias, que el hecho es verídico de por sí, que sí hubo un crimen, por ejemplo, o que una nueva vacuna realmente sí funciona.
Pero, ¿las evidencias sirven para demostrar que los niños aprenden? No. Ni siquiera las notas sirven para eso. Las imágenes escaneadas de los cuadernos, los vídeos haciendo cabecita, las fotos del títere que la mamá terminó de hacer a las 3 am, todo eso sólo sirve para demostrar el nivel de obediencia y sumisión de niños y familias ante la autoridad del profesor, quien a su vez tiene que demostrar que en realidad, contra toda sospecha por parte de sus patrones (los dueños del colegio) e incluso de algunos padres, sí trabaja y por lo tanto tiene derecho a su sueldo.
Algo diferente causaría problemas en este modelo educativo. Por ejemplo, un niño al que se le envía un link a vídeo de dibujos animados sobre la antigua Roma para que lo vea y luego, en una clase virtual moderada por la profesora, discuta sobre las razones por las cuales mataron a Julio César, aunque podría hacer que aprenda realmente algo significativo al respecto, no sería bien recibido porque en primer lugar ¿dónde está la evidencia? En el modelo implementado aquí es imprescindible, necesario, impajaritable que el niño escriba cualquier cosa (aunque no entienda para qué la escribe ni por qué la escribe) que se pueda escanear, enviar y almacenar para que repose en un archivo que nunca nadie ha de mirar.
Antes del confinamiento los profesores no revisaban el cuaderno todos los días, no grababan en vídeo todas sus clases, no pedían fotos de cada página del libro y no les importaba mucho lo que ocurriera por fuera de su salón de clase. Se paraban frente al tablero, lo llenaban de cosas y un buen día llegaban con un examen y ponían un número más alto o más bajo según la cantidad de cosas que el estudiante hubiera podido contestar de aquello que logró capturar del tablero Medían principalmente, la capacidad de seguir órdenes y repetirlas, por un lado, y la capacidad de almacenamiento de la memoria infantil; y la evidencia de todo eso es el examen.
Por eso, seguramente, es que nuestro sistema educativo no educa, o al menos no educa en lo importante para este momento de la historia, sino para la era industrial, una era que ya terminó. Nuestro sistema educativo, forjado en la Alemania de Bismark y anclado al siglo XIX, está orientado a fortalecer las capacidades necesarias para operar en la industria, es decir, para formar operarios de algo. Y ya no necesitamos más operarios porque el mundo cambió y ahora requiere capacidad de analizar, de transformar y de innovar, cosas que no se aprenden en un modelo educativo que solamente valora la memorización y la mecanización.
Antes tenía sentido la evidencia, porque así era posible medir la obediencia y la capacidad de trabajo de los niños. Suena fatal, pero sí, su capacidad de trabajo. Si te mando de tarea a hacer 10 sumas y me traes 5 eres medio lento, y si luego en el examen te pongo 10 sumas y haces 5 eres medio tonto. Para eso necesitan sus evidencias: para saber si el niño trabaja, si el profesor trabaja, si todos en casa trabajan, si el niño no se distrae jugando con su perro o hablando por teléfono con su abuela a quien lleva tres meses sin ver.
Un sistema educativo ideal perseguiría nutrir (no llenar) la mente de los niños de manera que puedan encontrar lo mejor de sí mismos. La evidencia sería irrelevante porque el resultado no solo es más conocimiento sino también más curiosidad. Cada certeza, cada cosa nueva que es entendida le abre la puerta a un montón de preguntas acerca de cómo funciona el mundo, de cómo funciona el cuerpo, de cómo se entiende el arte, de cómo se disfruta un libro, de cómo se mueve una máquina.
Además, en un sistema educativo centrado en la mente de los niños la evidencia no tiene lugar porque no le sirve a nadie: no aporta nada porque es imposible sustentar y demostrar lo que ocurre dentro de la mente y el espíritu de un niño. Si realmente entendió las tres leyes de Newton, aunque no sea capaz de escribir de memoria las ecuaciones que las modelan en un papel, va a tener curiosidad de saber por qué entonces no se cae la luna, por qué flotan las nubes, por qué los imanes se quedan pegados o por qué las burbujas suben.
En nuestra casa estamos hartos de la evidencia. El mundo está ahí para disfrutarlo con la mente. Y con la vista, el tacto y el olfato en cuanto podamos volver a salir. Cuando alguien se estremece con una película de fantasía no pide “evidencias” sobre la existencia real o no de Harry Potter, por ejemplo. Cuando alguien entiende una ley de la física o logra hacer que funcione el software que programó siente una euforia, vive un momento “eureka” que no tiene comparación. Pedir evidencias en ese proceso es como si le cobrararan a uno la cuenta cuando justamente está degustando el plato fuerte.
El confinamiento nos ha dejado angustia y zozobra, pero también nos ha permitido conocer mejor a nuestras dos hijas, descubrir que tienen capacidades asombrosas que ni siquiera sospechábamos y darnos cuenta de que estábamos inmersos en un sistema educativo que no educa y que no necesita ser reparado sino reemplazado por algo completamente diferente. Uno en donde no sea necesario demostrar que sabes mucho o poco y en donde los niños puedan desarrollar sus destrezas y perfeccionar sus habilidades sin que los maestros resalten sus falencias en un boletín de notas, uno en donde todo el mundo tenga claro que no todos tienen que ser buenos en todo ni saber de todo y no sea necesario entregar evidencias de cada cosa que hacen en la vida siendo aún niños.
La educación no es una escena del crimen que justifique semejante compulsión por la evidencia. Aprender no es un delito. Ser niño no es un delito. Las únicas evidencias que revelan si un niño está aprendiendo son su sonrisa y sus interminables preguntas a las que, si todo marcha bien, muchas veces no sabremos responder.