Si se tratara de balances, Colombia vive lo equivalente a alguien que vende su empresa y con eso se muda a un sitio lujoso e invierte en costosos muebles para ‘subir de categoría’. Al poco tiempo se encuentra con que sus ingresos no dan para las deudas y los arriendos, que consumió lo que era su patrimonio, y termina arruinado y en la calle.
Hoy los llamados a corregir rumbo niegan esa realidad y con ello la posibilidad de evitar una catástrofe mayor.
Muestran cifras de desempleo, pobreza y desigualdad que mejoran las anteriores, pero omiten que esta ‘prosperidad’ nace de que las habíamos llevado a ser las peores del hemisferio (y que prácticamente siguen siéndolo); y presentan índices de crecimiento superiores a los del promedio del vecindario, sin mencionar que esto es basado en un modelo de altos precios del petróleo, renunciando a las actividades generadoras de riqueza —industria y agricultura— y sin tomar en consideración sus posibilidades de sostenibilidad: con reservas de 2000 millones de barriles suficientes apenas para seis años, Colombia no tiene ninguna perspectiva como país petrolero (Venezuela tiene 200.000 millones de barriles, que incluyendo exportaciones dan para cien años). Como quien dice: ‘subimos de categoría’ acabando lo que era nuestra capacidad productiva y despilfarrando lo que era nuestro patrimonio.
El resultado es que con la devaluación el país como un todo y por igual cada uno de los ciudadanos perdimos en términos comparativos —es decir reales— una tercera parte de nuestra riqueza; que por el lado de Ecopetrol 400.000 accionistas y a través de fondos de pensiones otros 2 millones de colombianos vieron esfumar 40 billones de pesos de su patrimonio (la Nación 350 billones); que, además, también un 50 % más nos cuesta la deuda externa, y en casi un 70 % el servicio de la misma; que no se sabe cómo se subsanará este año un déficit de 23 billones de ingresos para el Estado; que la inversión extranjera es negativa, y las empresas abandonan el país por la inseguridad jurídica, las malas perspectivas de la economía y las altas tasas tributarias (y la amenaza de la que ya se anuncia).
Pero más importante que los balances es el análisis histórico del momento, marcado por la coyuntura del ‘proceso de paz’, o, más correctamente de ‘el acuerdo de La Habana’.
Corresponde este a lo que López Michelsen se refería cuando proponía que a la guerrilla primero hay que derrotarla y después negociar con ella. La derrota a la que hacía mención no era la militar sino la política, y es la que se logró cuando ante la opinión pública quedó la imagen de que lo que enfrentamos no es una insurgencia sino unos ‘terroristas’ y ‘narcotraficantes’.
Para las Farc, sin propuesta política clara —por haber desaparecido el modelo socialista que la inspiró— y sin expectativa de ganar el poder por las armas, ese acuerdo no solo es una salida sino en alguna medida un triunfo, pues se le reconoce cierta legitimidad al objetivo que buscaban; aunque lo suscrito corresponde simplemente a las obligaciones del Estado, para la historia quedan estas como las condiciones exigidas dentro de un ‘tratado de paz’.
En cuanto a la otra parte, sería errado o absurdo hablar de ‘oposición a la paz’ cuando lo que hay es la oposición a ese acuerdo. Vale pues aclarar las modalidades que esta toma.
La primera, la que también el expresidente López describió como ‘los que les interesa más la victoria que la paz´. Encabezan esta línea naturalmente los militaristas —o los más militaristas que los militares— pero también los de aquellas corrientes políticas que rechazan los cambios al statu quo que derivan de los puntos acordados. Su victoria política sería impedir transformaciones de fondo en la sociedad y el Estado colombiano.
Una segunda línea la conforman los motivados por el odio. Curiosamente no son en su mayoría víctimas de la guerrilla sino, por así decirlo, ´víctimas’ del lavado de cerebro realizado por los medios de comunicación (parecido a lo que existe respecto a Maduro, quien sin afectar a los colombianos tiene más rechazo entre nosotros que en su propio país).
Y unos terceros opositores —los más vehementes y activos—, aquellos enemigos del Gobierno Santos, que consideran que un éxito suyo implica un triunfo en contra de ellos.
El carácter histórico del acuerdo está en la perspectiva que abre
para que el conflicto armado no sea el pretexto
para no dedicarnos a resolver los conflictos sociales
El carácter histórico del acuerdo no está en su contenido sino en la perspectiva que abre para que no sea el conflicto armado el pretexto para que no nos dediquemos a resolver los conflictos sociales, tanto como objetivo prioritario de las políticas como destino de los recursos.
Es la gran incógnita: ¿existe realmente una voluntad y un compromiso de cambiar el rumbo del país, o, con la imagen de que se acabó la guerrilla, se consolidará el modelo que ha imperado en los últimos años?
P. D. Mal síntoma al respecto, la decisión, el destino de los recursos y sobre todo la forma irregular en que se privatiza Isagén, el segundo mayor activo accionario de la Nación.