Estimado Señor Presidente,
Permítame comenzar con una anécdota. La semana pasada, en mi clase de sociales con grado sexto, una estudiante estadounidense de ascendencia india se quejaba con sus compañeritos del trato que el Imperio Británico dio al país de sus ancestros al apoderarse de sus recursos y esclavizar su población. Frente a esto, otro estudiante —al que voy a llamar Billy— respondió:
—Vete acostumbrando porque así es como funciona el mundo.
Mi reacción fue abandonar mi lugar a la cabecera de la mesa y acercarme a los dos estudiantes con la siguiente reflexión:
—De acuerdo a tu lógica, Billy, porque yo soy más grande y tengo más poder que tú, está bien que te quite tus cosas y te haga daño, ¿verdad?
—¡Claro que no! — respondió Billy indignado.
—Entonces, ¿por qué le dices a tu compañera que porque el Imperio Británico tenía mejor armamento y más poder, estaba en su derecho de invadir lugares como la India?
En ese momento el estudiante bajó la cabeza y se disculpó.
Si bien la situación en mi salón de clase se resolvió en cuestión de minutos, la analogía siguió rondando mi cabeza hasta que por fin se consolidó en la idea que me viene molestando durante años como una piedra en el zapato: la docencia en Colombia es la expresión máxima del matoneo.
Seguramente usted y todos sus ministros tuvieron en el colegio a ese compañero callado y estudioso que prefería pasar tiempo con sus libros y evitaba en lo posible los deportes para evitar el ridículo. Imagine a ese muchacho al que le pedía copiar la tarea y le quitaba los chitos en el recreo escudándose en la frase “¡no sea envidioso!”. Ese mismo joven al que todo el curso se la “montaba” (porque en nuestros tiempos no se hablaba aún de matoneo o bullying) muy seguramente creció para graduarse con honores y dedicar su vida a educar a otros. Lo sé porque yo soy una de ellos.
Mientras todavía sufría los tormentos del bachillerato en un colegio femenino de élite, mis tíos me consolaban diciendo que las burlas y los atropellos terminarían en cuanto me graduara, pero lo triste fue crecer para descubrir que mi relación tóxica con el matoneo solo estaba comenzando.
Años después, y con un título Magna Cum Laude de la mejor universidad del país, decidí que estaba harta de dictar clases de inglés a estudiantes de pregrado con un contrato de prestación de servicios que me tenía hasta el cuello en deudas, y opté por aceptar una oferta de empleo en un prestigioso colegio del norte de Bogotá, de esos que se precian por estar en los primeros lugares según la Revista Dinero. Mi entusiasmo era incalculable ya que me ilusionaba trabajar con la curiosidad de los niños y la libertad creativa que ofrece la escuela media hasta que me convencí de que al momento de firmar ese contrato en realidad me había transportado a los rincones más amargos de mi propia experiencia escolar.
La manera cómo funciona el mundo, según expresó Billy, es que la sociedad se divide en dos: matones y matoneados. Dentro de este paradigma, aquellos que fueron lo suficientemente vivos para convertirse en importantes políticos o empresarios tienen prácticamente la obligación de aprovecharse de aquellos imbéciles que en contraste dedicaron su vida a labores de menor notoriedad. Se lo digo con más claridad: un gobernante que en vez de escuchar las inquietudes de los maestros los intimida con amenazas de quitarles su empleo o su salario no es un buen líder, y menos aún un promotor de la paz: es un bully.
Ante todo le pido excusas por mi falta de formalidad ya que hasta el momento no he mencionado mi nombre, ni lo pienso hacer, y es que para serle completamente honesta, la razón por la cual ni yo ni ningún otro profesor del sector privado en Colombia va a revelar su identidad en este tipo de contexto es por la misma dinámica de matoneo que pretendo denunciar en este documento.
Dicen que de todo en la viña del Señor, y los rectores de los colegios de élite no se escapan al adagio popular. Si bien los he conocido humildes, respetuosos y amigables, también he pasado por experiencias que mis compañeros de trabajo de diferentes países del mundo confunden con relatos propios del realismo mágico. Prácticas que en los Estados Unidos, país donde actualmente resido, darían para una demanda por acoso laboral o discriminación, son el pan de cada día en los planteles nacionales. Algunos de los abusos que he experimentado personalmente incluyen tener que trabajar jueves y viernes en la noche, sábado y domingo sin recibir ningún tipo de compensación en forma de pago o un día de descanso. Se me ha pedido que haga viajes de trabajo sin viáticos para alimentación o transporte. Se me ha discriminado por mi edad y mi género, y cuando he expresado mi descontento, se me ha tratado de forma condescendiente y en tono de broma.
—¡Tranquila! Si estás tan aburrida debe ser porque éste no es el trabajo para ti -te dicen con ese tono acaramelado de la víboras y el cianuro -hay un montón de personas que están esperando por tu puesto.
Y que conste que yo he sido de las afortunadas.
Gracias no a Dios, sino a mi persistencia y profesionalismo, logré conseguir un trabajo en un maravilloso colegio internacional en la Costa Oeste y una visa de intercambio cultural que me ha garantizado cinco años de realización personal. Mi verdadero temor llegado 2019 no es tener que renunciar a los lujos exóticos que la gente busca cuando programa sus vacaciones a los Estados Unidos, sino tener que abandonar un espacio laboral donde básicamente aprendí lo que siente ser respetada. Por primera vez en mis doce años de experiencia he podido saber qué es eso que llaman “tener una vida”.
De tener que regresar a Colombia, mis opciones son como mínimo limitadas. Si consigo un trabajo en uno de esos colegio que pertenecen a alguien, sé que tendré que someterme a las excentricidades del propietario ya sea trabajar sábados o usar uniforme ya que según ellos está comprobado que “las mujeres jóvenes no tienen el criterio para saber vestirse bien”. Si por el contrario soy lo suficientemente afortunada para ser aceptada en uno de esos planteles patrocinados por un gobierno extranjero, probablemente mi salario será un poquito mejor, pero nunca igual o mayor al de aquellos “expatriados” de poca experiencia y dudosas credenciales a los que favorecen por su fenotipo, nacionalidad y acento. Mi madre me lo dijo bien claro cuando era pequeña: Colombia es el único país del mundo que trata mejor a los extranjeros que a los locales.
Entonces, señor Presidente, ¿cómo espera que reaccione cuando al final del día busco las noticias de mi país y me encuentro con un titular que reza: “los maestros deberán reponer las clases para recibir el salario de las semanas o días no trabajados”?
Con todo respeto, ese discurso de “el bienestar de los niños” no es otra cosa que una versión adulta de las frases con las cuales nos manipulaban los bullies de antaño. Cosas como “no seas envidioso”, “¿qué te cuesta?” o “eso es parte de mostrar compromiso con la comunidad escolar” no son otra cosa que un burdo chantaje emocional para evitar que esos seres nobles que dedican su vida a niños y jóvenes bajen la cabeza y cedan como lo han hecho desde el jardín de niños.
Si de verdad se merece el consabido premio Nobel, y se atreve a declarar “prosperidad para todos”, al menos garantíceme que puedo volver a una Colombia donde los profesores no sean abusados como los mismo estudiantes a los que nos dedicamos en cuerpo y alma.
*Nombre cambiado por petición del autor